Historia del retrato más famoso

mercedes rozas SANTIAGO / LA VOZ

CULTURA

La copia del Prado pone de manifiesto la fascinación por la «Gioconda»

05 feb 2012 . Actualizado a las 07:04 h.

Desde muy joven Leonardo fue un artista que asombró a propios y extraños, incluido a su maestro Verrocchio, que después de tenerlo en su taller florentino como aprendiz, viendo cómo progresaba aquel discípulo que había llegado del pequeño pueblo de Vinci, «no pudo soportar que un jovenzuelo supiese más que él, y en aquel punto y hora dejó de pintar». La leyenda había comenzado.

A esta historia se le fueron añadiendo cientos de retazos biográficos que acrecentaron su fama y acabaron, incluso ya en vida, por hacer de la figura de Leonardo da Vinci un mito, que no solo dibujaba y pintaba magistralmente, sino que tocaba la lira, cantaba y recitaba poemas, estudiaba con rigurosidad científica los efectos de la luz de la luna o se inventaba máquinas hidráulicas y de guerra. Todavía tenía tiempo, según Vasari, para gastar bromas y escribir todos sus manuscritos de derecha a izquierda. A decir de sus contemporáneos, debido a su inquietud y curiosidad, solo tenía un defecto: «Dejaba una cosa sin terminar para acudir a otra muy diferente».

Se cree que fue en 1502 cuando recibió el encargo de Francesco del Giocondo, próspero comerciante de telas, de la realización de un retrato de su mujer, Lisa Gherardini, que con veintitrés años acababa de ser madre. La dama posa en el taller florentino, aguantando las primeras sesiones en las que el pintor va plasmando todos sus rasgos sobre la tela. Por él se mueven además varios aprendices que, armados de caballetes, lienzos y pinceles, intentan imitar, lo mejor que pueden, al maestro.

Profundidad

La figura de Mona Lisa la plantea el artista en un plano medio, mirando fijamente al espectador y delante de un paisaje algo fantaseado, que da profundidad a la composición. Ni más ni menos que como cualquier otro retrato de los habituales en el renacimiento italiano. Sin embargo, este no es un retrato más. Gombrich asegura que la protagonista «se diría que nos observa y que piensa por sí misma». El profesor nos desvela así su misterio: no es una figura inerte. La Gioconda tiene vida.

El enigma que la envuelve lo suscita Leonardo da Vinci al introducir una técnica nueva para la época, el sfumato, con la que desdibuja el contorno de labios y ojos, dejando al espectador la duda de si la mujer está triste o alegre. Desde finales del siglo XIX, el retrato se contempló como lo que era, una obra maestra. Hasta Freud lo psicoanalizó. El tiempo ha desvirtuado aquel significado de admiración, derivándolo hacia un icono popular que tanto sirve de imagen a una camiseta como a un anuncio de televisión.

El hallazgo en el Museo del Prado de otra Gioconda, pintada al mismo tiempo y en el mismo taller que la tabla original del Louvre, puede abrir nuevas direcciones. El cuadro no tiene la factura leonardesca; podría ser obra de Andrea Salai, posiblemente, además, amante de Leonardo, o de Francesco Melzi, aunque era demasiado joven, o acaso del español Ferrando Spagnolo, que trabajaba con el pintor en el fresco de La batalla de Anghiari. Sus trazas demuestran que el autor desconocía el tratamiento de la luz difuminada que, en cambio, bordaba su maestro. El cotejo de ambas creaciones tal vez aporte datos sobre el procedimiento, composición, medios pictóricos?

Con todo, poco más se podrá decir de esa sonrisa que ha encandilado en distintas épocas a medio mundo. Afortunadamente, de otra forma el famoso retrato perdería su magia.

Desde el XIX se contempló como una obra maestra. Freud lo psicoanalizó