«¡Dejadle, es un actor dramático!»

césar wonenburger

CULTURA

Fernando Fernán Gómez pronosticó a Bardem siendo niño su capacidad para los personajes intensos y complejos

26 ene 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Fernando Fernán Gómez tuvo muy claro desde el inicio cuál sería la auténtica vocación del niño Javier Ángel Encinas, ya entonces conocido como Javier Bardem, cuando lo dirigió por primera vez. Su madre Pilar, que lo crió sola, lo acompañó al rodaje de El pícaro cuando apenas había cumplido los cinco años. El niño, destinado a seguir forjando la leyenda de una de las sagas con más pedigrí del cine español, tenía que reírse en su escena, pero en lugar de eso, se puso a llorar. Fue entonces cuando Fernán Gómez pronunció aquel juicio premonitorio: «¡Dejadle, es un actor dramático!». Y así lo acreditan los premios que ha recibido: una Palma de Oro, cuatro Goyas, dos Copas Volpi, dos Conchas de Plata, un Oscar? y los que están por llegar. En todos los casos, más que su vis cómica se ha galardonado su intensidad, esa capacidad suya para encarnar personajes complejos con una hondura y una convicción poderosas, que lo aproximan a los grandes de la profesión.

González-Iñarritu, que escribió el personaje de Biutiful pensando en él, lo define como una mezcla de «talento, precisión y capacidad obsesiva», del que los directores casi deben esconderse para no tener que contestar a las miles de dudas con las que les asalta en los rodajes. Bigas Luna lo recuerda como una pesadilla mientras realizaba Jamón, jamón; pero siempre supo que tanto él como su compañera Penélope Cruz llegarían a codearse con los mejores. Del mismo modo que ambos parecían devorarse en las secuencias más tórridas de aquel filme totémico, su energía, ese magnetismo animal de los cuerpos y las miradas, arrasaba las pantallas con una fuerza que, en el caso de él, lo aproximaba al joven Brando.

Javier Bardem (Las Palmas, 1969) representa la antítesis de ese actor al que, como prescribía Spencer Tracy, debía bastarle solo con decir su diálogo y no tropezar con los muebles. Cuando rodaban juntos Marathon man, un día Dustin Hoffmann apareció visiblemente agotado en el set. Su compañero, Laurence Olivier, al verlo con ese lamentable aspecto, le preguntó qué le ocurría. Se había pasado toda la noche bailando en una discoteca, sin dormir, para poder mostrar ante la cámara toda esa fatiga acumulada. Entonces, el maestro de actores le espetó: «¿Y no habría sido mucho más fácil fingirlo?». Seguro que Bardem habría hecho algo similar porque pertenece a la raza de los torturados, incapaces de desprenderse de sus roles.

El protagonista de Mar adentro exhibe una rara coherencia en la elección de sus trabajos, fruto de su buena posición en la industria, pero también de la voluntad de no prostituirse. Podía haber rodado Nine, pero sacrificó dinero y celebridad para hacer Biutiful. El premio le ha llegado con su tercera candidatura al Oscar y la satisfacción de seguir apostando por autores que tienen algo que contar.

Dice que ahora trabaja menos en España porque no le llaman, pero entre los Coen y Amenábar, Allen y Almodóvar, la elección parece clara. Y además en EE.UU. le dan menos la lata porque nadie se convierte en una estrella trabajando a las órdenes de Terrence Malick, aunque la experiencia pueda ser apasionante. Odia la celebridad y por eso se ha granjeado una inmerecida fama de ogro que quizá case bien con esa imagen de tipo chulo que le da ese rostro de contornos rocosos. Y muchos lo odian por estar siempre de parte de los más débiles, como el pueblo saharaui, porque para estos los actores no han dejado de ser los bufones que aparecen en pantalla solo para entretener al personal. Como él mismo recordó cuando recibió su primer Oscar, en este país, y hasta hace no tanto, los cómicos ni siquiera podían ser enterrados como Dios manda. Así que no es difícil comprender que ahora a algunos les moleste que incluso puedan tener voz propia.

perfil javier bardem