Vaticinó que los Beatles serían más famosos que Jesucristo. Google lo confirma: The Beatles, 85 millones de entradas; Jesus Christ, 25 millones; Jesucristo, apenas 8 millones. Hoy hace treinta años que John Lennon -12 millones de entradas en el megabuscador- se convirtió en mártir y ascendió al Olimpo del rock. El revólver y el desequilibrio de Mark David Chapman acabaron con su vida a las puertas del edificio Dakota de Nueva York y convirtieron en mito eterno y universal al alma de los Beatles.
Chapman era un mitómano y un fanático religioso que no perdonó a Lennon su visionaria comparación de la fama de los Beatles con la de Jesús. Lo quería tanto, que lo mató. Transformó en ira, odio y violencia su admiración por el fundador de los Beatles, que vaticinó también su violenta muerte, sabedor de que las estrellas no mueren en la cama. «O morimos en un accidente de avión o nos mata algún loco», dijo en 1965.
Lejos del olvido, la figura de John Lennon sigue agigantándose treinta años después de su asesinato, el 8 de diciembre de 1981 a las puertas de su residencia en Nueva York y en presencia de su segunda esposa, Yoko Ono. Chapman lo acribilló a balazos dos horas después de haber obtenido un autógrafo de su ídolo. Un instante fijado por Paul Goresh en la última foto de John Lennon, en la que aparece junto a su futuro asesino mientras le firma un disco. «¿Sabes qué has hecho?», le gritó el portero del edificio Dakota. «Acabo de matar a John Lennon», contestó un Chapman sereno y con su revólver humeante.
Un poderoso referente
Lennon tenía 40 años y era un poderoso referente para una generación empeñada en hacer el amor en lugar de la guerra. Fascinado por su figura y su música vivía el inestable Chapman, lector compulsivo de El guardián entre el centeno, de J.?D. Salinger, con su héroe adolescente Holden Caulfield. Chapman era entonces un tejano veinteañero y desquiciado, un suicida frustrado, que puso un final trágico a su último y sórdido vagabundeo nocturno asesinando a quien más admiraba y culpabilizaba de sus estados de ánimo.
A principios de los ochenta, Lennon se había empeñado en vivir en Nueva York contra viento y marea. Y eso que la Administración estadounidense, con la CIA y el FBI a pleno rendimiento, se lo ponía muy difícil y no dejaba de buscar trapos sucios. Aun así, encontró un hogar en un lujoso ático del neogótico y para muchos maldito edifico Dakota, en el elegante y carísimo West Side, y con vistas privilegiadas sobre el inspirador Central Park que acogería sus cenizas.
A una década de la disolución de los Beatles, afianzaba Lennon su carera en solitario. Se encontraba feliz y cómodo en su pellejo por primera vez en muchos años, alejado del alcohol y las drogas, reconciliado con Yoko Ono y al cuidado de su hijo Sean. Lennon se empeña en ser un amante padre de familia, un compositor sereno y un músico aliado con un piano blanco, alejado del delirio de las fans y los conciertos multitudinarios.
Chapman acabó con todo en uno segundos. Pidió unas vacaciones y firmo su demanda de permiso como «John Lennon». Voló a Nueva York desde Honolulú. Se plantó ante la puerta del Dakota y esperó a su ídolo. Lennon salía de casa camino de una sesión de grabación en los Plant Studios y le firmó su último disco, Double Fantasy, y preguntó a Chapman: «¿Está bien así, algo más?». Chapman calló. No extrajo entonces el revólver del calibre 38 que escondía bajo sus ropas junto a varias casetes con 14 horas de música de los Beatles. Dos horas más tarde seguía allí. Cuando Lennon regresó a casa y descendió de una limusina vio al mismo joven de 25 años al que firmó el disco dos horas antes. «Señor Lennon», le gritó Chapman antes de descerrajarle cinco disparos. Cuatro le alcanzaron por la espalda, y otro en el hombro. Uno de los proyectiles le desgarró la aorta.
John Lennon llegó con un hilo de vida al hospital Roosevelt, en el que falleció desangrado apenas 20 minutos después.