Atxaga, que presenta nueva obra, dice que «las palabras pueden ser más venenosas que las serpientes»

Miguel Lorenci

CULTURA

01 abr 2009 . Actualizado a las 02:00 h.

De la magia de Obaba a la asfixiante exuberancia del Congo. Es el penúltimo y deseado viaje narrativo de Bernardo Atxaga, seudónimo de Joseba Irazu (Asteasu, 1951), que por primera vez abandona, con intención de no volver, el escenario narrativo de las tierras vascas del grueso de su obra.

Atxaga ha trasladado su cocina de ficciones al Congo del primer período colonial, aquel coto privado del rey Leopoldo II de los belgas en el que su Ejército y su pueblo abusaron cuanto quisieron de nativos, recursos y bienes. Atxaga se propuso contar «aquel horror sin horrorizar», moviéndose por el mismo territorio y remontando el mismo río que navegó el Kurtz del Corazón de las tinieblas, de Conrad, y André Gide en su Viaje al Congo . Dice Atxaga que Siete casas en Francia (Alfaguara) es «un dulce envenenado» que cuenta el saqueo colonial optando deliberadamente por «el humor siniestro» y una atípica fórmula narrativa que está «en las antípodas de las Memorias de África de Isak Dinesen».

Casi tres decenios de andadura narrativa han convencido a Atxaga de que, «en física como en literatura, la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta». «De modo que si quieres contar cómo se va desde A hasta B, está muy claro que no hay que andarse con circunloquios ni meandros que no le sientan bien a la historia».

Se ha servido así Atxaga de un estilo directo y un lenguaje «muy suelto y ligero» para narrar la peripecia de un destacamento del Ejército invasor belga que a principios del siglo XX esquilma el corazón de África sin escrúpulos y desde la convicción de que hacen lo mejor para todos, incluso para los indígenas que masacran y violan sin remordimiento. Situación terrible la de esta obra que se describe sin recrearse en el horror «y sin efectos especiales». Narra Atxaga desde una fórmula «más cercana a los cómics de Tintín o Tarzán que a Conrad o Gide».

Así lo asegura el narrador, que vuelve a la contraposición con la archifamosa novela de Karen Blixen para explicar sus intenciones: «Es como si le hubiera echado lejía a esa aventura edulcorada para que saliese a la luz el horror que cuidadosamente evita y oculta tras la poética, el maquillaje romántico y la ideología».