Ultramarinos

Rober Bodegas

CULTURA

29 feb 2008 . Actualizado a las 13:35 h.

En estos tiempos de grandes superficies, de pague uno y lleve dos, eso sí, llévese también un carro de cosas que no necesita... ¡Cómo no las voy a necesitar si salen en la tele! Todavía resisten cual aldea gala de Astérix, camufladas entre las callejuelas de nuestros barrios, las tiendas de ultramarinos. Lugares milenarios más antiguos incluso que las ciudades en las que se ubican. ¿Por qué otra razón, si no, se pudieron haber establecido, por ejemplo, los romanos en Lugo? Porque al lado había un ultramarinos. Todos están bautizados con el nombre de su propietaria: Ultramarinos Fina, Ultramarinos Josefa o, buscando el toque de distinción, Alimentación Mari Carmen, como para entrar y preguntar cuánto cuesta el kilovatio. Pero estos nombres no son sino enunciativos de la familiaridad con la que serás tratado. Porque tú llegas y puedes decir: «Buenos días Fina, una barra de pan». Si bien es cierto que te arriesgas a que la señora que está detrás del mostrador te conteste: «Fina era mi madre, se murió el mes pasado, yo soy Fernanda, su hija?» A ti se te cortará el rollo, pero ella se sentirá culpable y cuando volváis por allí al cabo de dos días, en la lona a rayas que protege el escaparate y que es más distintivo de ultramarinos que la M, de McDonald?s, pondrá Ultramarinos Hija de Fina. Esa es la familiaridad de la que os hablo.

¿Alguna cosiña más?

Llegar, pedir una barra de pan, y qué te digan: «¿Alguna cosiña más?», y tú piensas, necesito detergente pero lo compro en el súper que aquí es mucho más caro, pero miras a Fernanda, y te sonríe con su bata blanca, mientras en tu cabeza resuena la palabra «cosiña», porque sí, ha dicho «cosiña», y no «puedo ofrecerle algún otro producto», y te rindes. Y contestas: «Sí, detergente». Y te saca un bote de Skip, ¡el de 6 kilos!, porque en los ultramarinos la dueña elige la marca por ti ?si se estableciesen como franquicia multinacional, lo llamarían asesoramiento profesional? y te quedas mirando fijamente el bote de Skip pensando en que tú eres de Ariel de toda la vida, y en que vas a vender tu lealtad por una sonrisa, y lo que es peor, para qué quieres 6 kilos de detergente si toda tu ropa pesa tres kilos y medio, sábanas incluidas, que te va a durar más el detergente que la lavadora? Pero antes de que puedas decir nada, como si oliese tu inseguridad, Fernanda añade: «Te doy el bote grande porque no me quedan de los pequeños, y, total, como no se estropea, ¿no te importa, verdad, corazón?».

«Serás mentirosa»

Y deseas decirle: «Serás mentirosa, en tu puñetera vida has tenido botes pequeños», pero no puedes, te ha robado el alma, te ha llamado «corazón», ¡tardaste dos años en que tu novia te lo dijese! Y va ella, y te lo suelta al primer día. Te contienes para no abrazarla y le respondes: «No claro, no importa, si total esto se gasta enseguida?». Finalmente, y tras hacerte la cuenta en el papel de envolver el pan, saca una bolsa de plástico azul en la que una cajera de súper no sería capaz de meter un litro de zumo y dos de leche, y ella mete el zumo y la leche, las patatas y el papel higiénico de doce rollos y cuando crees que no va a caber nada más, que ya es imposible que haya metido todo eso, va ¡y mete el bote de Skip! Y mientras observas el lote y estudias cuál será la mejor manera de transportarlo, te dice Fernanda, siempre resolutiva: «¡Ay, que me olvidaba del pan!». ¡Y lo pone al lado del detergente! Totalmente ajena a tu cara de incredulidad, añade: «Graciñas, coge la bolsa por abajo, que si no te va a romper». Y tú te vas, abrazando el petate, destrozándote la espalda, pensando que en los ultramarinos, como en El Corte Inglés, el trato personal, se paga caro.