Donde los castros servían de frontera con las tierras de Compostela

CRISTÓBAL RAMÍREZ

OZA-CESURAS

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Exploramos el entorno de Borrifáns, en el municipio de Oza-Cesuras

30 jul 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

No entra en el capítulo de lo muy fácil orientarse por ese mundo de naturaleza maravillosa que es el municipio de Oza-Cesuras. Era más sencillo hace dos milenios, aunque cueste creerlo. Por allí pasaba esa fila de poblaciones, simples castros, que vigilaban desde aquella línea de tierras altas el paso entre el golfo Ártabro y la comarca que acogería a Compostela, y viceversa. Y de castro a castro sin más problemas.

Hoy no. Hoy, a modo de orientación, lo que procede es dirigirse a Cesuras, y desde ahí, por la DP-0104 primero y luego por una carretera también ancha, buscar Os Peteiros y Pousadoiro, descender hasta cruzar un río y subir rumbo a Armucela.

No hay que llegar tan lejos porque antes se alza la iglesia de San Pedro de Borrifáns, un edificio cargado de historia que ya se cita nada menos que en un documento de 1161. Así que resulta lógico afirmar que fue empezado a levantar en el siglo XII.

Unos metros más allá se divisan un par de casas. La vivienda de atrás sufre tiempos de abandono, al igual que su hórreo. La de delante, con otros dos notables hórreos (uno sigue cumpliendo su función), está habitada por uno de esos auténticos gallegos del mundo rural: afable, noble, generoso, dispuesto a orientar.

Volviendo al entorno, se deja la casa a la diestra y se asciende con sombra -¡Se agradece!- tan solo un centenar de metros para encontrarse de repente ante un castro que de vulgar no tiene nada. Impresionante foso, impresionantes murallas, impresionantes medidas, impresionante antecastro.

Todo ese yacimiento arqueológico es digno de admiración. Olvidado, a monte, por supuesto, porque todavía no ha sido excavado pero tampoco debe haber prisa en abrir agujeros. Y es eso mismo, la existencia de esa aldea prehistórica, lo que justifica el que se haya levantado tan cerca una iglesia, cristianizando el lugar. Advertencia: en la subida al castro suele haber dos caballos pastando, atados, muy mansos e interesados siempre en el recién llegado, y que, por supuesto, no suponen peligro alguno excepto que uno se les acerque por atrás.

Por cierto, que el único punto negro de ese entorno es una parada de autobús que quedaría bien en el país más tercermundista del planeta, pero desde luego no en la Galicia del siglo XXI.

Y si, en fin, se busca un lugar idóneo para descansar o sacar los bocadillos, centenar y medio de metros antes de la iglesia arranca a la izquierda un camino ancho, sin asfaltar y muy fácil de recorrer. En cinco minutos se llega a un paraje tranquilo, con el Rego da Cova como compañero. Un buen punto final a la jornada.