
La primera visita, al empezar el curso escolar, era para comprar canicas. Allí las tenían de hueso y de boliche, muy cotizadas
26 feb 2022 . Actualizado a las 05:00 h.En la Coruña setentera que me tocó vivir de niño había dos rituales sagrados, dos visitas por año a aquella especie de tienda, almacén y juguetería (todo en uno) que había en la calle San Andrés y que se llamaba El Arca de Noé.
La primera visita, al empezar el curso escolar, era para comprar canicas. Allí las tenían de hueso y de boliche, muy cotizadas. Y en una bolsa entera de bolitas me fundía los ahorros, siempre escasos por la mala influencia que ejercían sobre mí chicles y regalices. De aquel templo comercial salí un día con mi bolsa repleta de canicas colgando a un costado del pantalón, y a la puerta me esperaba en bicicleta un gamberro mayor que yo dispuesto a mangármela. Sigiloso, subió a la acera, se acercó por detrás y trató de arrancármela a la carrera. Por suerte, la cogió mal, noté el tirón y me aferré a la bolsa para escabullirme como pude entre la gente, que ni se dio cuenta de lo que pasaba. Después volé hasta casa para poner a salvo mi tesoro.
La segunda visita era en carnaval, cuando nos dejaban comprar petardos. No los grandes, pero sí los más pequeños, rojos de estallido casi entrañable y, para regocijo de los niños, unidos en tracas de cien. El plan de nuestra pandilla era sencillo: dejar caer las tracas encendidas por el patio interior del edificio para tocarles las narices a los vecinos del primero durante la siesta. Aquella gente tenía ganado el cielo.
Otra opción era lanzarlas por el cañón de la escalera para asustar a la portera, habitual entonces en muchos inmuebles. Hasta que descubrimos que más interesante que los petardos era ablandar al fuego los Airgam Boys y fundirlos sobre el pasamanos de madera de la escalera. Imposible arrancarlos cuando se enfriaban. Sí, también ella tenía ganado el cielo.