
La familia de Samuel llora a un hijo, no a un símbolo
10 jul 2021 . Actualizado a las 05:00 h.No parece una carta de esta época. Para empezar está llena de agradecimientos a todo el mundo, a la ciudad, a la gente, al 061, a los amigo y compañeros. Después menciona a Dios, algo bastante insólito en la sociedad de hoy, donde cualquier atisbo de divinidad queda recluido en la intimidad, como en las catacumbas. Lo más anacrónico, sin embargo, es la ausencia de reproches, la inexistencia de interjecciones de venganza, la omisión de una exigencia de castigo severo contra los asesinos de su hijo, al que no sitúa en ninguna categoría confesional o sexual sino que es simplemente Samuel, escrito con mayúsculas y en rojo de sangre.
Siguiendo con las anomalías, el padre del joven víctima de una paliza en A Coruña utiliza la acera más cercana al drama como muro de las lamentaciones. Allí queda expresado su dolor en una prosa manuscrita llena de ese sentimiento que no cabe en la estrechez de las redes sociales con su anemia de caracteres. Nos reconcilia con esos mensajes que se leen como si se estuviera escuchando a quien los escribió en un lugar sosegado, sin ruido ni gritos alrededor, como en un velatorio donde el dolor se vierte con contención para no alterar la paz perpetua del difunto.
Este padre merecería que nadie le arrebatara el recuerdo de su hijo. Es suyo, no de quienes sin haberlo conocido se apropian de la tragedia para adornar causas en las que el difunto no estaba porque ser gay no implica obligatoriamente una militancia ortodoxa, sino que muchas veces es una forma de vivir la vida sin más. Al parecer pertenecía a la iglesia evangélica, dato molesto para algunos, sin que sus pastores hayan utilizado el martirio como bandera. Él era, igual que todo el mundo, un conjunto de identidades superpuestas que componían un ser humano único y por lo tanto reducirlo a una es manipularlo de manera póstuma.
El padre llora a un hijo, no a un símbolo. Con razón intuye que cuando alguien se transforma en emblema se deshumaniza y pasa a ser propiedad del grupo que lo exalta porque ve en él un refuerzo para la causa, un mártir que servirá de reclamo para nuevos adeptos, o un argumento más contra los adversarios. Es lo que puede estar empezando a suceder con Samuel. No basta con que un ser humano sin adjetivos haya muerto a manos de una jauría de caínes; es preciso estabularlo porque en estos tiempos la persona ha de tener una clara etiqueta sexual, racial o partidaria. Los ruegos de quien ha perdido a su hijo a manos de la maldad debieran ser sagrados y estar protegidos por alguna ley o institución. El derecho constitucional a la propia imagen tendría que prolongarse con los difuntos que ya no pueden solicitar un abogado defensor. ¿Cómo era Samuel? Nadie lo sabe mejor que su padre, pero su hermosa carta tal vez se pierda en el tiempo como lágrimas en la lluvia.
El cocido será subversivo
En un inconcreto futuro distópico, un gallego envuelto en la oscuridad de la noche, con paso sigiloso y atento a cualquier ruido infrecuente, se dirigirá a una dirección que solo conocen los miembros de la resistencia. Una vez allí se le pedirá una contraseña, y entonces entrará en un comedor en penumbra donde se servirá un cocido. Así como en Fahrenheit 451 los opositores memorizaban los libros que eran condenados al fuego, en esa Galicia con las carnes proscritas los gallegos fieles a su identidad retendrán recetas en su memoria, para cocinarlas en células clandestinas. El equivalente a la orwelliana policía del pensamiento, serán los guardianes de los sucesores de Garzón que entrarán sin avisar en cualquier casa con carnívoros subversivos, y perseguirán sin piedad a cerdos y vacas, que ya habrán aprendido a estarse callados en sus escondrijos. Ese horizonte es tan insípido que habría que intentar evitarlo. Que el ministro sea pregonero en la Feira do Cocido o jurado en el certamen Miss Vaca de Luar.
Defensa estival del chiringuito
Al llamarle chiringuito a las treinta monedas que el sanedrín de Ayuso le concede a Toni Cantó, se comete una doble injusticia. No con el político trashumante que es como la falsa moneda de la copla, sino con el diccionario que no tiene ninguna culpa en el cambalache. Se ofende a ese noble y honesto establecimiento que sirve de oasis en las playas. A diferencia de la fantasmagórica Oficina del Español (¿se trata del idioma o del club de fútbol?), el chiringuito tiene una función, responde a una necesidad y es transparente. Si al personaje en cuestión le hubieran asignado una de estas chozas estivales en algún arenal de Madrid, poco habría que objetar, pero no es así. Lo que le dan es una sinecura, cuyo significado ya se puede rastrear en el diccionario de la lengua de 1884: «empleo o cargo retribuido que no ocasiona trabajo o que da muy poco que hacer». Exacto. Así que olvidamos un término muy bonito y cubrimos de oprobio otro muy decente. Al sinecurista que nos ocupa le dará lo mismo. Roma no pagaba a traidores; Madrid, sí.