
Un año y pico más tarde, con la mascarilla en el bolsillo, por fin podemos volver a esnifar esta ciudad nuestra que llevamos clavada, no sé si en el alma, pero desde luego, sí en la pituitaria
29 jun 2021 . Actualizado a las 05:00 h.El sábado, cuando al fin pudimos hacer el estriptis callejero de las mascarillas con el que llevábamos soñando 401 días, lo primero que hice fue bajar al mar y plantar mis fosas nasales a media pulgada del agua para meterme un chute inhalado de salitre, algas y océano.
Si mi amigo Colmenero me llevase a visitar al maestro Escohotado en su cabaña de Ibiza, donde se ha transformado en el Henry David Thoreau del LSD y la marihuana, y el pensador me abriese ese cofre del tesoro donde guarda su Historia general de las drogas, pero no en papel, sino en gramos contantes y sonantes, más que pedirle que me dejase probar alguno de sus sofisticados estupefacientes, yo le preguntaría humildemente si no le quedaba una bolsita con algo de Atlántico para fumarlo, esnifarlo o incluso metérmelo en vena.
Llevaba tantos meses sin oler A Coruña por culpa de la mascarilla que hasta me acordé de aquel anuncio cursi de Isabel Coixet (de Támpax o de Evax, no sé), en el que se preguntaba a qué huelen las nubes, sunsún sunsún, dando a entender que las nubes no huelen a nada. Cuando el sábado, con la nariz despendolada olfateando en plan caniche tobillero, enfilé hacia Sabón y el cielo se vistió de gris pizarra sobre Meicende, confirmé, 401 días después, que la lluvia en A Coruña aún huele a gasolina, a refinería, a hidrocarburo.
Algunos no nos entienden cuando decimos que ese perfume de combustible fósil es nuestra magdalena de Proust y que ese cheiro a refinería, a petróleo, a viento del sur que anuncia lluvia, es exactamente a lo que huelen las nubes. Y un año y pico más tarde, con la mascarilla en el bolsillo, por fin podemos volver a esnifar esta ciudad nuestra que llevamos clavada, no sé si en el alma, pero desde luego, sí en la pituitaria.