La incertidumbre era ya una constante en nuestra sociedad antes de la pandemia del covid-19. Se nos suponía preparados para los tiempos líquidos, tal y como indicaba Zytmunt Bauman. Pero lo cierto es que este último año nos ha arrastrado hacia una sociedad más entristecida y más temerosa del imprevisible futuro, mientras las administraciones, en mayor o menor medida, tratan de adoptar medidas paliativas.
En paralelo, empieza a hacerse visible un triple escenario, en el que, por un lado, hay un discurso de esperanza en torno a los fondos europeos, por otro, un indisimulado temor al colapso económico de la administración y, por último, un incremento de la desigualdad que polariza, todavía más, a la sociedad.
Los fondos europeos Next Generation, a medida que se conocen más datos, parecen tener el riesgo de centrarse solo en grandes empresas o inversiones.
Las administraciones, en especial las locales, comienzan a avisar del riesgo al que podrían enfrentarse en los años 2022 y 2023 por la prolongada falta de ingresos. En el caos, como ha ocurrido siempre, los extremos se ensanchan y la inequidad sigue en aumento.
Por ello, las agendas urbanas son, o deberían ser, una prioridad. Al tratarse de un documento estratégico que define lo que una ciudad quiere ser a medio plazo y enumera mecanismos para lograrlo, no solo desgrana posibles proyectos, sino que introduce nuevos modelos de convivencia y participación.
A Coruña, gracias al trabajo interno que ha realizado desde hace años, es hoy un referente a nivel estatal. Otras ciudades, pocas, están siguiendo sus pasos. Pero globalmente no se hace visible la trascendencia de la agenda urbana para amplificar el efecto colectivo de estos fondos, para estimular inversiones que mitiguen el impacto económico en los servicios públicos y, por encima de todo, para contribuir a la equidad social. Esta innacción puede suponer que algunas ciudades queden subordinadas a decisiones exógenas, de empresas e intereses privados, que son los que, por ahora, llevan la iniciativa.