Rodrigo Cuevas: «El moderneo se cree innovador, pero va siempre por detrás»

A CORUÑA CIUDAD

El artista Rodrigo Cuevas vive, más que un confinamiento, un retiro «espiritual, artístico».
El artista Rodrigo Cuevas vive, más que un confinamiento, un retiro «espiritual, artístico». CENTRO NIEMEYER

Icono de vanguardia, sostiene que esta crisis devuelve vigencia a valores del mundo antiguo

24 abr 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Su aclamado disco, Manual de cortejo, lo ubica como el nexo perfecto entre el mundo rural -o antiguo, como a él le gusta llamarlo- y la modernidad bien entendida. La crisis del COVID-19 le ha obligado a aplazar los dos conciertos que tenía programados en A Coruña. Convenimos dejar la disección en lo musical del disco para cuando se reprograme su presentación en directo y centrarnos en la vertiente etnográfica y humanista que desde siempre ha acompañado su trabajo, por muy frívolo que para algunos semejara. Aun así, le pregunto que ¿cómo se le ocurre publicar un Manual de cortejo en tiempos de Tinder? «Pues porque hacía falta un manual de cortejo poético frente a ese otro tan frío y tan táctil», me dice.

—¿Cómo estás llevando el confinamiento?

—Lo veo más como un retiro espiritual, artístico y labriego que como confinamiento.

—De algún modo, nos ha devuelto al biorritmo natural del ser humano.

—Pues sí. Yo me siento más armonioso con mi cuerpo. Tengo tiempo para cocinar, no tengo que coger el coche todo el rato, duermo bien… Es como que el cuerpo dice, «joder, qué bien».

—Sorprende que lo digas tú, que te acaban de truncar la gira de tu vida.

-Sí, teníamos una primavera esplendorosa. Pero esto no me va a impedir ser feliz. La vida da muchas vueltas. Fíjate si le preguntamos a nuestros abuelos...

—Una de las cosas que más se ensalzan estos días es el sentimiento colectivo que parece haber aflorado en la sociedad. ¿No es triste que hayamos necesitado una pandemia para descubrir algo que es tan natural y esencial en el mundo rural?

—Pues sí. Es muy fuerte que la gente esté descubriendo ahora quién vive en su balcón de al lado. En el mundo antiguo la colectividad era imprescindible porque era la única manera de llevar a cabo las tareas del campo y el día a día. En la sociedad actual la gente prefiere trabajar un montón por un sueldo de mierda y gastarte el 70% de ese sueldo en vivir solo que tener que enfrentarse a la convivencia y a lo colectivo. Aun cuando eso le permitiría trabajar un poco menos y vivir más. Es así.

—La muerte, el tema que ahora abre los informativos, está muy presente en tu disco. ¿Es un miedo recurrente?

—No, al contrario. Si hay algo que aprendí cuando viví en Galicia es que la gente habla muy abiertamente y de una manera muy natural de la muerte. Mirándole cara a cara y públicamente. Eso lo estamos perdiendo. Y es muy sano tener la muerte presente. Porque te hace disfrutar mucho más de la vida.

—«Qué hermoso sería morirse siendo querido, pero que amarga es la muerte cuando la muerte es olvido», cantas. Uf, parece escrito para estos días.

—Pues sí. Hay que querer a la gente mayor que tenemos a nuestro alrededor. Y hay que hablar de ella. Ahora cuando muere alguien, en las familias casi ni se le nombra porque puede provocar emociones y tenemos mucho miedo a no controlarlas. Eso es una pena. Contar historias de lo que el muerto hacía es muy bueno. Por favor, que cuenten historias de mí cuando haya muerto. Si no, vaya existencia más corta.

—«El día que yo me muera nun m'enterrar en sagrao, enterráime nun práu verde per onde pasti'l ganáu», dices en «Muerte en Motilleja». ¿Es esa tu voluntad?

—Sí, sí. Eso ya lo dejo yo ahí de testamento. Ni se os ocurra meterme a mí en un cementerio de esos horrorosos.

—¿Ese verso es tuyo o pertenece al cantar popular?

—No, es de la copla. O sea, del pueblo. Ya lo dijo Manuel Machado. «Hasta que el pueblo las canta, las coplas, coplas no son, y cuando las canta el pueblo, ya nadie sabe el autor. Procura tú que tus coplas vayan al pueblo a parar, aunque dejen de ser tuyas para ser de los demás. Que, al fundir el corazón en el alma popular, lo que se pierde de nombre se gana de eternidad».

—¿Qué es lo más importante que has aprendido viviendo en la aldea?

—El conocimiento exhaustivo de todo el entorno. Me encanta escuchar como cuentan las cosas la gente antigua. Ahora te cuentan algo y es como que ya no lo quieres oír más. Sin embargo la gente de antes contaba las cosas muchas, muchas veces porque era la única forma de transmitirlas y de que perdurasen. Ten en cuenta que ellos lo tenían todo en su cabeza. Nosotros ahora lo llevamos todo fuera.

—Sigue siendo muy común asociar el mundo rural con un entorno homófobo y hostil. ¿Nunca lo has percibido así?

—Yo viví siete años en una aldea de A Lama (Pontevedra) y nunca fue un lugar hostil. Ni siquiera llegando de fuera y muy empoderado, como fue mi caso. También es cierto que seguramente en mi pueblo no habría podido vivir con tanta libertad como viví yo en Galicia. En A Lama fui quien quería ser, sin los prejuicios, vergüenzas y miedos que marcaron mi adolescencia.

—Es curioso oír hablar con tal pasión de la gente de antes a alguien que ahora representa el paradigma de la modernidad.

—Yo es que soy más antiguo que otra cosa. Ojalá en el futuro la modernidad sea así.

—Sin embargo defiendes que hay que trabajar el folclore «desde un punto de vista vanguardista».

—Claro, tomarlo no como una recreación de algo que pasó en el siglo XIX sino como algo vivo, en cuya evolución nosotros participamos como un eslabón más. Tenemos la responsabilidad de aportarle algo, como le aportaron todas aquellas personas por las que pasó antes. Y de sacarlo del gueto. ¿Por qué no se va a poder poner una copla o una muiñeira en un pub por la noche? Yo a veces pincho, y pongo a Tanxugueiras, a Baiuca o a Mercedes Peón, salgo a bailar y a la gente le flipa.

—¿Te ha cambiado mucho la vida «Manuel de cortejo»?

—No le di tiempo (se ríe). Es cierto que me ha dado el reconocimiento. Hasta ahora la gente no había acabado de entender si esto iba de farol, si esto era una cosa paródica... En los conciertos siempre hablo de cosas bastante profundas. Pero sí que era verdad que en lo discográfico no había algo que respaldase esa parte más seria.

—Te he escuchado decir que tu invitación a Raül Refree para que produjera tu disco fue como una carta a los Reyes Magos.

—Sí, así fue. Y me lo trajeron (se ríe).

—¿Tan claro tenías que tenía que ser él?

—Yo soy muy fan del disco que hizo con Silvia Pérez Cruz. Pero claro, cuando empezamos a barajar opciones a mí me daba como vergüenza plantearlo. Pensaba que me iban a decir, «¿pero quién se cree éste, Rosalía?». Al final lo comenté y mi manager lo invitó a un concierto mío en Barcelona. Cuatro días después me llamó para decirme que había ido y que le había gustado mucho. Que con la parte más petarda, no, pero que si quería hacer algo con la parte más folclórica sí que me acompañaba. Y eso era justo lo que quería para este disco.

—De aquella parte más frívola y más cabaretera, ¿aún te queda algo?

—En mis conciertos sigue habiendo una parte muy teatral y sigo contando cosas que le sacan al público una sonrisa. Pero el disco tiene un cariz más introspectivo, más nostálgico, y eso tiene su reflejo en el espectáculo. Es más crudo.

—El mundo del petardeo no ha sido nunca santo de tu devoción ni tú de la de ellos. Quizá porque detrás de tu imagen, en apariencia frívola, había un discurso profundo. ¿Qué te parece que de la mano de grupos como Las Bistecs, Ojete Calor o Ladilla Rusa el petardeo se haya vuelto algo cool, casi mainstream?

—Es cierto que yo nunca he encajado demasiado en ese mundo. A ellos les mola más el rollo Marta Sánchez (se ríe). Pero es que el moderneo o lo cool, aunque se creen innovadores, van siempre por detrás. En realidad lo que hacen es algo como muy de fermentos. Rescatar cosas, dejarlas medio pudrir y cuando ya cogen ese pestillo a viejuno, entonces ya les gustan. En cualquier caso el petardeo de esos grupos que citas es muy distinto. Tiene un punto mucho más irónico, de jugar con lo absurdo, y una conciencia clara de definirse como artistas.