Ecos de una aldeíta de gente humilde

Javier Becerra CORUÑESAS

A CORUÑA CIUDAD

Tranquilidad humana en Os Mallos, para Crónicas coruñesas de Javier Becerra.
Tranquilidad humana en Os Mallos, para Crónicas coruñesas de Javier Becerra. J. B.

10 may 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Hay algunos sitios que parecen pequeños oasis de tranquilidad en medio del bullicio de la ciudad. Puede ir uno, por ejemplo, a la plaza de las Bárbaras y olvidarse de todo. También, colarse por esa parte trasera del final de Juan Flórez que da a la Falperra y sentir que ha desaparecido por completo. O caminar desde Riazor a la Ciudad Jardín y ver cómo, paso a paso, se va haciendo a la quietud.

Esta semana me metí en uno de esos particulares lugares de tranquilidad urbana: la zona de las «casas bajas» de Os Mallos. Se trata de toda esa sucesión de viviendas de una o dos plantas a lo largo de la avenida de Os Mallos y la ronda de Nelle. Cuando estás ahí, en medio de esas calles con nombres de ríos (Eo, Sil, Traba...), el ruido urbano desaparece. Se oyen hasta los pajaritos, como si estuvieras en el campo. Incluso puede que llegue de algún patio el ruido de un crío jugando. Reconforta, en serio.

Muchos mayores del barrio le llaman aún las «casas baratas». Se construyeron durante el franquismo con fines sociales para familias con pocos recursos. Muchos las conocimos ya en democracia, ajenos a su origen. Cuando pasábamos por allí las veíamos como una anomalía un tanto siniestra en esta ciudad que admiraba a ciegas la Torre Hercón y los horrorosos mazacotes que se erigieron en la plaza de Pontevedra. El motivo de ello lo subrayó en su día Luis Pousa en la mítica serie Atlantic City publicada en La Voz: aquellos cristales rotos colocados en los muros. Era la versión casera del alambre de espinos. Perseguía algo muy claro: que nadie pudiera pasar por encima de ellos sin cortarse.

Eran los años ochenta, la heroína correteaba libremente por el barrio y la gente tomaba medidas de autodefensa para evitar robos. No era solo eso lo único que perturbaba a los ojos de los niños. También aquellas ventanas circulares que parecían de barcos. Y las normales, a pie de calle. ¿Estabas durmiendo y podía alguien petar en el cristal? La de veces que me hice esa pregunta de pequeño. Pero, sin duda, lo más inquietante se encontraba en una casa (en la esquina de la calle Noya con la avenida de los Mallos) que acogía un negocio insólito: expendeduría de carne de caballo. Con la cabeza de un equino dibujada en lo más alto, generaba siempre lo mismo: ¿De verdad que se come la carne de caballo? ¿¿¿En serio???

Han pasado los años y muchas de esas casas son ahora edificios. Otras, chalés de diseño con piscina y todo, a los que lo de «casas baratas» suena a chiste. Pero aún queda algo de aquella sensación de pequeña aldeíta de gente humilde en la ciudad. Los limoneros de los patios. El gato que salta de finca en finca. Las baldosillas de los portales más viejos con sus coquetas macetas en la entrada. Pero, sobre todo, algo muy especial. ¿Lo oyen? Es el silencio. Sí a Albert Rivera le gustaría esto.