El valor. Esa cualidad que sale a relucir en la infancia y que se sublima en la juventud en forma de retos. Precedido de un ¿«a que no te atreves a...?», generalmente te colocaban en una situación incómoda. ¿Me arriesgo y me meto en un lío o paso de todo? ¿Cedo ante la presión para ser el héroe de la pandilla por un minuto o me conformo con ese discreto puesto secundario de popularidad?
Todos nos vemos visto ante esta disyuntiva en alguna ocasión, como cuando Marty McFly al que le llaman gallina en Regreso al futuro. En A Coruña existen unos lugares comunes. Uno quedaba en Panaderas. Caminabas por allí y, de pronto, al llegar a la calle Tabares, mirabas hacía arriba. Sí, el Papagayo. Te entraba una extraña mezcla de morbo y parálisis. Querías avanzar, pero las piernas se bloqueaban ante esta mezcla de sordidez y misterio. Todo hasta que el echao pa’ lante del grupo decía eso de ¿a qué no hay huevos a ir hasta el final del callejón y volver? Y ahí se decidía quién tenía ese valor y quién no.
Lo que rodeaba la prostitución generaba ese tipo de halo peligroso. En las barras americanas en los ochenta, por ejemplo, era muy usual poner una cortina en la puerta. Con letreros del tipo whiskería o club, los ojos de los críos se dirigían ahí inmediatamente. Llegaban las preguntas que nunca se contestaban. Más tarde, el reto. ¿Alguien se atreve a entrar? En la zona de la Estación de Tren, por ejemplo había muchos de estos locales. También vida en la calle. No era raro encontrarse con críos husmeando en la puerta, haciendo amagos de entrar, asomando la cabeza... Todo hasta que alguien salía del interior. Y la chavalada empezaba a correr.
En este tipo de retos se generó un punto de inflexión a finales de los ochenta cuando abrieron en la calle Rosalía de Castro un sex-shop. Con vidrios mate que no dejaban ver nada, las calenturientas mentes adolescentes de muchos se hacían todo tipo de preguntas sobre qué demonios habría dentro. Hablaban, incluso, de cabinas con chicas haciendo estriptis particulares. Nada puedo contar. Cuando intenté entrar (a este sí me atreví) un guardia de seguridad, con cara de estar hasta las narices de que los menores quisiéramos colarnos en aquel mundo de adultos, me indicó la puerta de salida. Apenas había dado dos pasos. La sensación de estrepitoso fracaso aún pervive en mí.
Me recuerdan mis amigos otros ritos de valentía más o menos generacionales. La historia de los chicles de perejil de la calle de la Estrella. Los carnés de identidad falsificados para meterse en las discotecas de tarde. Caminar por el túnel del tren de As Xubias. Bañarse en el mar de Riazor tras salir del Playa Club en plena noche. Algunos, como el artista Enrique Tenreiro, llegaron a ponerse a tomar el sol en pleno invierno en el Cantón. Todo para demostrar que, tú sí, te atreves. Y los demás, no.