El Aleph estaba en A Coruña

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA CIUDAD

XOSE CASTRO

26 jun 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

En uno de sus más pasmosos relatos, Jorge Luis Borges nos cuenta que bajo la escalera del sótano de una casa de la calle Garay, en Buenos Aires, se encontraba el Aleph:

-En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América...

El Aleph de Borges lo vemos los coruñeses todos los días -o casi todos, según-, aunque la mayoría de las veces lo contemplamos a lo lejos, a 120 metros sobre el nivel del mar y a 60 desde su base. Emite una luz giratoria, que desde el atardecer hasta el alba barre con su halo los tejados de Adormideras y Monte Alto y la llanura encrespada del Atlántico, ese populoso océano que también observaba Borges y que lleva a las muchedumbres de América.

No hace falta viajar a Buenos Aires, ni siquiera es necesario buscar la casa de la calle Garay, ni la escalera que baja al sótano del comedor donde se ocultaba el Aleph borgiano. De hecho, lo que hay que hacer para ver el Aleph es quedarse en A Coruña y no bajar a ninguna parte, sino subir 234 escalones y luego media docena más. Solo así se llega a la linterna de la Torre de Hércules, que es nuestro Aleph, el que veían alternativamente Carlos Argentino y Borges en un bajo de Buenos Aires: «El lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos». Porque así se siente uno cuando tiene la fortuna de que el torrero le abra la puerta que, desde la terraza del faro, lleva a esa última corona de la ciudad sobre los restos mortales del gigante Gerión.

Hay que trepar unos escalones adicionales -después de los 234 previos ya no parecen gran cosa, ni siquiera para un asmático con el corazón remendado- y arriba, en medio del octógono acristalado desde el que el faro despide su luz cada noche, está la maravillosa linterna, con su óptica de hace un siglo y su mecanismo de otro tiempo, aunque ahora los técnicos de señales marítimas -ya no se llaman fareros y tampoco viven en la antigua casa del farero- lo pueden controlar a distancia desde su ordenador. Creo que fue doña Emilia Pardo Bazán -quién sino- la que dijo que la linterna de la Torre le parecía un «palacio de gnomos». También. Pero yo creo que es el mismísimo Aleph. Porque desde allí arriba se ven, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos.