Un arrullo entre las ramas

Antonio Sandoval Rey

A CORUÑA CIUDAD

antonio sandoval

La paloma torcaz vive en casi todos los parques y jardines de la ciudad

26 may 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Es la mayor paloma de Europa. Hace pocas décadas, todavía era escasa en las zonas urbanas. Su mundo eran los bosques y la campiña. Hasta que, como tantas gentes del rural, un día decidió trasladarse a los parques y jardines de las ciudades. Los de siempre y también los nuevos, todos cuantos se crearon a la vez que tantos barrios. Ahora, aquí en A Coruña, es una paseante más en cualquiera de nuestras zonas verdes. Nos la cruzamos tan a menudo que apenas le prestamos atención. Y deberíamos. Porque, al contrario que sus parientes las palomas domésticas, más pequeñas y de plumajes dispares, su espíritu sigue siendo salvaje.

Para observarlas basta a menudo con sentarte en un banco bajo un árbol y aguardar. Poco tardará en aparecer una. Yo he venido a escribir esto a Los Cantones, junto al monumento a Emilia Pardo Bazán. De manera acaso inevitable, hallo cierta semejanza entre el retrato en piedra que hizo de la escritora el sevillano Lorenzo Coullaut Valera y las torcaces que van y vienen picando entre el césped. Es como si recogieran palabras escondidas, para componer después un párrafo inspirado. Cuando hayan terminado, varias de ellas se subirán a una rama a arrullar la mañana con su inconfundible «¡¡Du-duu-du... du-dú!!», cinco sílabas repetidas una y otra vez y que suenan un poco a morriña de bosque.

Vuelos de exhibición

Muchas siguen viviendo más allá de las ciudades. Pero allí, claro, son mucho menos confiadas. Sobre todo donde se las dispara por afición. Son muchas las que caen abatidas a tiros por ejemplo en el sur de Francia, en otoño, cuando en enormes bandadas del norte vienen a pasar los meses fríos a la Península.

En torno a abril los machos exhiben su buen ánimo para la cría con unos espectaculares vuelos de exhibición sobre los parques. Primero se elevan hasta gran altura. A continuación se dejan caer como por un tobogán de suave pendiente, con las alas en uve. Y vuelta a empezar. Las hembras los admiran desde tierra. Luego cada una elige a su acróbata aéreo favorito. Pero antes ellos todavía tienen que ganárselas del todo con un baile galante que incluye oscilaciones con la cabeza, subidas y bajadas del cuello o reverencias hasta tocar el suelo con el pecho.

En mayo ya tenemos los nidos instalados en los árboles. Los machos aportan las ramitas y las hembras las colocan. No les lleva mucho, pues la construcción es sencilla. Al nacer, los pollitos, a menudo dos, son de color amarillo. Para que crezcan rápido y fuertes, los padres les alimentan con la llamada «leche de pichón», una sustancia cremosa que segregan en su buche. Los pequeños tardan en volar unos 20 días. Acaso alguno o quizás unos cuantos de ellos decidan entonces marcharse fuera de la ciudad, a los bosques originarios de los suyos, esos lugares mágicos de los que tanto les habrán oído cantar a sus padres.

Machos y hembras

Son muy parecidos, ambos de tonos grises y azulados, con el pecho ligeramente teñido de color vino y manchas blancas a ambos lados del cuello. De cerca se aprecian unos brillos violetas o verdes. Los machos son algo más grandes.

Jóvenes

Los pichones nacidos cada año son muy fáciles de distinguir, pues carecen de esas manchas blancas y de brillantes colores en los lados del cuello.