Como aquí cada uno va matando el verano según le venga en gana, más allá de que este viernes demos por fulminado oficial y astronómicamente el estío, me paran por ahí para rebatir mis tesis sobre el final de la única estación que nadie quiere que acabe, salvo los jefes de personal, que enseguida pasan lista para que nadie se escaquee en el regreso al pupitre, el andamio, la centralita, lo que sea.
-Para mí el verano se termina cuando climatizan la piscina olímpica de La Solana.
Es una teoría tan válida como otra cualquiera, como la de aquellas coruñesas que se ponen encima el otoño el mismo día que las primeras medias de septiembre.
Los que viven para comer, como el añorado Carpanta, lo tienen mucho más claro:
-Pues para mí no remata hasta que tomo el primer cocido de la temporada.
No faltan los que todavía echan mano del santoral, que es una cosa muy bonita y antigua a la que ya casi nadie presta atención.
-En Coruña el verano no se va hasta la fiestas del Rosario, que antes era cuando los niños estrenaban la ropita del otoño/invierno, como en Lugo por el San Froilán.
Ayer volvieron a clase los adolescentes de la ESO y el bachillerato, y los institutos se llenaron de nuevo de murmullos y risas nerviosas. Con eso también agoniza ya del todo el verano, porque las voces de los chavales en las escaleras de la playa de San Amaro se mudan ahora a la puerta de enfrente, en el instituto de Adormideras.
Esta última vuelta al cole -porque ahora los de secundaria empiezan después que los universitarios- es la más otoñal de todas, y a veces, cuando los ves regresar a casa con sus mochilas y sus sonrisas agotadas, te recuerdan aquel poema de Gil de Biedma, que de vuelta de la escuela se fijaba en la «luz submarina» de los portales de Barcelona. A Coruña, con el otoño, le cae también desde las nubes una luz submarina que luego se queda a dormir en los portales, donde ya no hay porteras haciendo calceta con un gato esférico en las rodillas, sino telefonillos que nunca funcionan y trasteros con síndrome de Diógenes.
-El verano no acaba hasta que saco la ropa de manga corta del armario y la bajo al trastero.
Bajar el verano al trastero, en forma de camiseta floreada, es un modo como otro cualquiera de mandar el verano al paredón, de fusilarlo, de condenarlo a prisión preventiva, como los juguetes tristes de Toy Story, que un día se despertaban en una guardería carcelaria.
Y ahora en serio. El verano acaba de verdad cuando recogemos las primeras castañas caídas en la plaza de las Bárbaras y, definitivamente, cuando encienden en las terrazas de Coruña esas estufas con llamas muy altas y naranjas para que nos sentemos alrededor del fuego a tomar nuestras cañas y contarnos cuentos como los boy scouts.