El banco más bonito del mundo

Luís Pousa Rodríguez
Luís Pousa CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA CIUDAD

25 jul 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Desde que alguien -no recuerdo quién y me he propuesto escribir sin mirar atrás en Google, que dice la Biblia que si miras atrás te conviertes en estatua de sal- puso la Vía Láctea, con toda su mitología griega y toda su belleza cósmica, sobre el cabo Ortegal, llevamos meses, años, ya no sé, hablando del banco más bonito del mundo. Dicen que cae por Loiba.

Después, como la gente se ve que es muy celosa, todos sacaron del bolsillo las fotos de su banco más bonito del mundo: al pie de una fervenza, en lo alto de un mirador de montaña, a la orilla de un río de guijarros pulidos o frente al indomable Atlántico. Todos en Galicia, por supuesto.

En A Coruña, estaba visto, tenemos varios de los bancos más bonitos del mundo. Hay un banco más bonito del mundo en el dique de abrigo; en las Bárbaras; en la Dársena; en la Rotonda; en los Pelamios y la Maestranza, frente a la mejor vista del mar de A Coruña, o sea, del mundo; en O Portiño; en Adormideras; entre las sombras arbóreas de Méndez Núñez; e incluso en los soportales del jardín de San Carlos, donde de niños leíamos de un solo trago la literatura universal, cuando la biblioteca pública aún convivía con el Archivo del Reino.

Todos podían ser el banco más bonito del mundo. Pero hay un banco casi secreto, plantado en la falda de la península de la Torre, frente al monte de San Pedro, que es el único y genuino banco más bonito del mundo. Allí, junto a un sendero de tierra por el que deambulan paseantes despistados y runners sudorosos, entre tojos y herbiñas de namorar, hay viejos marineros que se sientan durante horas a fumar mientras esperan a que aparezca el rayo verde del que escribió Julio Verne. Después de tantos años embarcados por los siete mares sin lograr ver nunca el rayo, aún tienen la esperanza de atisbarlo sobre el Atlántico desatado del crepúsculo. Quienes alguna vez lo han visto cuentan que apenas dura dos o tres segundos y que, para contemplarlo, hay que buscarlo en un atardecer de atmósfera limpia, casi perfecta, y justo en el último instante del día, en esa agonía de luz que en verano parece no acabar nunca, cuando arde el mar, y el sol se rinde a la sombra de San Pedro, y los islotes se incendian de colores.

Si Julio Verne hubiera pisado alguna vez esta esquina de la península Ibérica, puede que hubiese sentado en este banco -sin duda el más hermoso del mundo- a Elena Campbell y Olivier Sinclair, que en su novela El rayo verde (1882) escrutaban el mar de Escocia en busca del destello.

Este no es el mar de Escocia, donde los bosques de plataformas petrolíferas hace tiempo que impiden ver el rayo verde, pero merece la pena sentarse al pie de la Torre y escrutar el último horizonte de la puesta de sol en busca de esa luz. Porque, como aventuró Verne, «si hay un verde en el Paraíso, no puede ser salvo de este tono».