Era algo así como la pérdida de la inocencia. No te habías ni despedido de la niñez y, de pronto, estabas ahí. Un malencarado decía: «Te lo estoy pidiendo de bien. ¿Quieres que te mire yo, eh?». Y tú asimilando el sudor frío y el miedo. Descubrías que los atracos no ocurrían solo en el cine. También en esa calle en la que hasta ese día te sentías seguro y, sin darte cuenta, se había convertido un campo minado. Lo llamaban dar el palo. Esa expresión marcó la adolescencia de muchos.
Hoy A Coruña es una ciudad bastante segura. Secuencias como la antedicha resultan excepcionales. Pero a finales de los ochenta y durante una buena parte de los noventa resultaban tristemente cotidianas. Con la delincuencia callejera disparada, esa primera vez generalmente antecedía a una segunda, y a una tercera, y a una cuarta... que obligaban a convivir con ello en alerta permanente, desarrollando todo tipo de trucos, precauciones y anticipaciones al resultado fatal: que te dejasen los bolsillos vacíos y la moral por los suelos.
Existían puntos particularmente conflictivos. Los viernes y sábados, en horario de tarde, pasar la esquina de Cortefiel de Juan Flórez y Linares Rivas (a la altura de Río) equivalía a jugar a la ruleta rusa. O apurabas mientras el palero estaba coaccionando a otros o caías en sus redes sin remisión. También te la jugabas en Durán Loriga (la «calle de Wall», entonces, por la sala de juegos) y la Estrella. «¿Oye chaval, tienes una libra?». Ese era el saludo. Una libra equivalía a 100 pesetas (0,60 euros). Pero no, nunca llegaba. Por lo general, tras la libra venía todo lo demás.
¿Qué decir de la estación de autobuses? ¿De la zona del puente de la avenida Finisterre? ¿Y de la ronda de Nelle? Palos, palos y más palos. Se imponía el tono quinqui amedrentador. A veces sacaban una navaja. Pero el sumun llegó con el uso de jeringuillas supuestamente infectadas. El miedo a poderse contagiar de VIH hizo que algunos soltasen todo lo que tenían al instante. Y no solo dinero. También un plumífero Roc Neige, un walkman con autoreverse o un buen peluco. Todo ello servía.
Ante esta situación, muchos desarrollaron estrategias. O se tenía físico suficiente o había que optar por el ingenio. ¿Cómo llegar desde los Castros hasta el Obelisco? Pues metiéndose por el Puerto. Allí no paleaban. También convenía llevar una moneda de 100 en el bolsillo de delante por si no quedaba más remedio que ceder, repartiendo el resto del dinero (a más de uno lo descalzaron para ver si tenía billetes en los calcetines). Aunque, por supuesto, quedaba la opción de mirar al infinito y echarse a correr, dejando el atracador plantado. Todo hasta que un día decías: «No tengo nada, tío». Y el tipo se iba. Ya eras mayor. O ya había cambiado todo. Quién sabe. Sea como sea, respirabas aliviado. Sonriente. Lo de dar el palo formaba parte del pasado.