Aquel «horror» de la obra de la plaza de España

Javier Becerra
Javier Becerra CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA CIUDAD

30 sep 2016 . Actualizado a las 11:23 h.

Se dice un poco en broma, pero hay quien sostiene que la mejor manera de perder una alcaldía en A Coruña es hacer obras. Existe algo de verdad. Si no haces nada, nada se te puede criticar. La inacción desgasta, pero ¿políticamente sale más a cuenta meterse en berenjenales de hormigón, cortes de tráfico y molestias a los vecinos o permanecer paralizado? «Depende lo que se haga», dirá el lector apelando al sentido común. Pues no. A veces no.

Javier Losada inaugurando la plaza de España en febrero del 2011 con los vecinos dándole la espalda en señal de protesta
Javier Losada inaugurando la plaza de España en febrero del 2011 con los vecinos dándole la espalda en señal de protesta CESAR QUIAN

Pensaba en ello hace unas semanas cuando fui a comer a la plaza de las Atochas, justo donde empieza Orillamar. Sábado. De camino al local, paso por la plaza de España. Ambientazo. Terrazas llenas. La mayoría de los locales con apenas un lustro de vida. «Parece La Latina», comenta uno. Sigo. Me encuentro un parque infantil en donde otrora se erigía Millán Astray. Desprende la misma alegría que la zona de los columpios que dejo atrás. Camino un poco. Llego al restaurante. Menos mal que habíamos reservado: ni una mesa libre. Nos sentamos fuera. Aceras amplias, un seto separando la calzada. Poco tráfico. Paz.

El ambiente se traslada a Orillamar, al menos al inicio de la calle, con coquetas terrazas y árboles. Le dan un aspecto totalmente diferente al que tenían hace una década. «¡Cómo ha cambiado esto, eh!», dicen en mi mesa. Y, sí, ¡vaya si ha cambiando! Todo. Desde la plaza de España hasta Orillamar la transformación es total. Cualquiera la pondría como ejemplo de paso adelante, de humanización del espacio dentro de las posibilidades que este tiene (el edificio-mazacote no hay quien lo arregle) y de mejora de una zona urbana. Ahora goza de un inusitado esplendor, cuando antes enfilaba la decadencia.

No se percibía así en el 2011. En absoluto. Pese a contar con la firma del arquitecto Felipe Peña, el proyecto de reforma que jugaba con recuperar el antiguo Campo da Leña fue muy criticado. Los vecinos, muchos escocidos por la polémica obra del Papagayo, veían cómo se esfumaban nuevas plazas de aparcamiento entre peatonalizaciones y ensanche de aceras. Lo mismo con Orillamar, vendido como un bulevar. Menos aparcamiento. Dificultad para dejar el coche en doble fila. Mofas al diseño. Y, por supuesto, mucho postureo urbanístico. De ese con el que no te atreves a decir: «Pues a mí la verdad es que me gusta». Porque te comen.

Cinco años después, tomando algo allí maravillado, no me quedan dudas respecto al acierto rotundo que supusieron las dos obras. Juraría que es una opinión general. Más allá de expertos, la ciudadanía las ha validado usándolas, disfrutándolas y viviéndolas. Javier Losada, el alcalde que las impulsó, perdió las elecciones poco después de inaugurarlas. Ahora tenemos ahí el Parrote y la Marina que, en parte, le costaron la alcaldía a Carlos Negreira. A ver en cinco años qué piensa la ciudadanía.