Hágase digno de esto, merézcalo

Alfonso Andrade Lago
Alfonso Andrade CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA CIUDAD

02 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Moribundo, pero con su integridad incólume, el capitán John Miller (Tom Hanks) consigue susurrar al soldado James Ryan (Matt Damon) sus últimas y emotivas palabras: «James?, hágase usted digno de esto, merézcalo». Miller, como la mayor parte de su batallón, murió en el intento (al final exitoso) de poner a salvo al recluta Ryan, que había perdido a sus tres hermanos en la Segunda Guerra Mundial, motivo por el que el Ejército estadounidense se afanaba por localizarlo y devolvérselo vivo a sus padres. Es una de las escenas más emotivas de Salvar al soldado Ryan (Steven Spielberg), y el anticipo de otra aún más sobrecogedora. Tiene lugar en el cementerio americano de Normandía, el cinéfilo camposanto de las cruces blancas: las nieves del tiempo han blanqueado el cabello del ahora anciano soldado Ryan, que aparece postrado ante la tumba del capitán que un día entregó su vida para salvarlo. Emocionado, Ryan pregunta a su mujer si realmente se lo ha hecho merecer y si ha sido digno del sacrificio de Miller: «Dime que he vivido dignamente, que he sido merecedor de cuanto se ha hecho por mí».

Remueve conciencias el heroísmo, el acto valiente de quien es capaz de dar la vida por otro, alentado por un sentimiento superior; tal vez por nuestra necesidad de comprender qué hay detrás del impulso insensato y feliz que lleva a alguien a actuar con esa determinación ya no en el cine o en la literatura, sino en la vida real.

Sí, porque hay que estar hecho de otra pasta para arrojarse en brazos de la resaca y arrebatarle a las olas el cuerpo condenado de un bañista desaprensivo. El Orzán no es ficción como la historia bélica de Spielberg. Aquí las rompientes horadan ilusiones, destruyen familias como las de aquellos héroes que un día intentaron arrancar de las profundidades arenosas al estudiante Thomas Velicky y se los tragó el mar.

En la madrugada de San Juan hubo heridos, no cadáveres, pero el impulso altruista y heroico tiene la misma melodía: el réquiem solemne de fundirse con las corrientes para recuperar una vida incluso a riesgo de la propia. Joaquín Ponte, Javier Velilla, Gerardo Riobó y Carlos García Touriñán sabían lo que había ocurrido en el frustrado salvamento de Velicky, y aun así no dudaron en lanzarse de cabeza al infierno, conscientes de que compraban boletos para un monumento eterno en el paseo. Y todo para que un muchacho de 21 años, insensato como tantos muchachos de 21 años, quizá como aquel soldado Ryan de Spielberg, pudiese abrazarse a la vida en una segunda oportunidad.

Diego Sanmiguel, hágase digno de esto, merézcalo. Porque es posible que algún día, abrazado a alguna cruz blanca, pregunte usted con desasosiego si realmente lo ha conseguido.