
El «dream team» de la arquitectura local se cita en la calle Ferrol
29 mar 2015 . Actualizado a las 05:00 h.Antes, cuando los pisos tenían 300 o 400 metros cuadrados y uno ya ni se acordaba de dónde había puesto al niño a merendar, las casas tenían una segunda salita e incluso una segunda cocina que no se usaban nunca (lo fardón era que estuviesen sin estrenar, nuevas del trinque) y que solo estaban ahí para chufarse delante de las visitas.
La acera de los pares de la calle Ferrol, entre Juan Flórez y Rosalía de Castro, tiene algo de esa segunda salita sin desvirgar de los pisos señoriales de otro tiempo. Uno se planta enfrente, en la plaza de Galicia, y mira hacia esa fachada orientada al sur y de diseño intachable y casi ni se atreve a respirar, no vaya a ser que todo sea un espejismo y se venga abajo de un soplido.
Entre la esquina de Rosalía de Castro y la de Juan Flórez, en ese fragmento de la calle Ferrol que va del portal 8 al chalé del número 18, está la que probablemente sea la acera perfecta de A Coruña. Lo de la Casa Escudero, el único chalé que ha sobrevivido en la zona, ya es cuando A Coruña va sobrada, se gusta a sí misma y se recrea en su arquitectura. Es lo que queda de cuando Juan Flórez era el Camino Nuevo y estaba flanqueado por casitas unifamiliares, con sus jardines y sus cancelas. El palacete, que dibujó sobre los planos Eduardo Rodríguez-Losada, es un milagro viviente.
La calle Ferrol, a pie de acera, nos fascina porque nos cuenta cómo podría haber sido A Coruña si no la hubiesen demolido a conciencia los planes generales y los concejales de Urbanismo, que son esos señores que ponen colmenas y torres apelotonadas donde había galerías modernistas, porque el edil piensa en vertical, acumula las ideas por plantas, y el arquitecto modernista pensaba (qué ingenuo) a muchos siglos vista.
Frente al saqueo de los bárbaros del urbanismo salvaje de los sesenta y setenta en A Coruña quedó este milagroso oasis, donde coincidieron en la misma acera las arquitecturas de Julio Galán, Eduardo Rodríguez-Losada, Antonio Tenreiro y Peregrín Estellés (que dibujaron el Banco Pastor), Pedro Mariño (el arquitecto del palacio de María Pita) y Santiago Rey Pedreira. Para el dream team, solo faltarían Juan de Ciórraga, Rafael González Villar, Faustino Domínguez y Gabriel Vitini, pero en la acera ya no cabían más portales. Ni más talento.
En la acera perfecta, aunque ha cerrado Pórtico Básico, que siempre anticipaba la Navidad ya en octubre, aún resta cierta vidilla comercial, porque está Concheiro, interiorismo y regalo desde 1862, con su toque kitsch de lista de bodas (pero de bodas de oro o de plata) y Siboney, café y boutique.
En Siboney no pasa eso tan coruñés de escuchar a alguien pedir un descafeinado de máquina con leche desnatada y sacarina para luego oír cómo algún camarero traduce robóticamente la comanda a gritos al tipo de la barra:
-¡Uno con leche!
Aunque aquí es mucho mejor no pedir uno de esos cafés a los que, de tanto quitarles cosas, ya no les queda nada parecido a lo que algún día fue un café. En Siboney hay que afinar el tiro y el sibarita se pide un Geisha de Panamá o un Jamaica, que para eso está la carta.
A Coruña aún lleva en las entrañas el trauma de haber bebido mucha cascarilla durante la guerra, cuando hervir las mondas del cacao era lo más parecido que había a tomarse un cortado, aunque ahora hasta se ha puesto de moda y alguna tienda vende la cascarilla como artículo de gourmet.
Yo no sabía qué demonios era la cascarilla hasta que un día, hace demasiados años, viendo por la Xunqueira un partido entre el Fabril y el Cee en aquel campo sin gradas (ni césped, ni campo) escuché a los lugareños insultar al deportivismo:
-¡Cascarilleiros!
Y el insulto me cayó de rebote en la jeta, como un balonazo.
El trauma de la cartilla de racionamiento y la achicoria, que llevamos en los genes por el abuelo, lo curamos parando en Siboney, que por algo lleva ya cincuenta años poniendo cafés exactos a los coruñeses y hasta daba nombre al tranvía a Sada, que lucía en los costados su anuncio cafetero. Ya no hay tranvía (ni a Sada ni a ninguna parte), pero nos queda el café de Costa Rica.
Antes de degustar un tueste del día, hay que paladear con calma estos metros de la ciudad perfecta. Lo mejor, antes de descender por la calle Ferrol desde Juan Flórez, es quedar con alguien en la esquina de Cortefiel, que es una de las esquinas donde quedaba la gente antes de cambiar el mundo real por las pantallitas. El dramaturgo Manuel Lorenzo me contaba que un día se encontró en la esquina de Cortefiel (dónde si no) a Rafael Dieste por un lado y a su señora por otro, que andaban buscándose el uno al otro, sin encontrarse. Son esa clase de cosas, ese buscar sin encontrar, las que explican que Dieste no diese con su santa en la esquina de Cortefiel, pero sí diese con las historias e invenciones de Félix Muriel.
Una vez en la esquina de Cortefiel lo suyo es dejar que el semáforo (que es muy tardón) se ponga en verde dos o tres veces antes de cruzar, para poder escrutar con calma las guirnaldas, los pináculos y el torreón de la Casa Escudero. Luego, hay que descender en un lento y minucioso travelling cinematográfico por la calle Ferrol, caminando muy despacio, recorriendo con la mirada las galerías, los portales y los balcones, como si el tiempo nos diese igual. Y lo cierto es que el tiempo nos da absolutamente igual porque estamos mirando a la historia a los ojos.