HERCULÍNEAS | O |

15 nov 2003 . Actualizado a las 06:00 h.

CUANDO el cielo de A Coruña está cubierto por los vientres grises de las ballenas, digo, de los nubarrones de piedra de noviembre, la luz borra del suelo hasta sus últimas huellas. El otoño roba a la ciudad sus sombras. Sólo queda un rastro eléctrico, apenas un trazo, en los cuerpos que deambulan bajo los tubos fluorescentes de las tiendas o los hospitales (esos pasillos al final de los cuales hay camas y máquinas que respiran solas). En noviembre uno puede buscarle la sombra a su mano, puede incluso agacharse para intentar sorprender la sombra bastarda de su automóvil, pero lo único que va a hallar es un despojo de luz posado sobre la charca de aceite del asfalto, ese mismo asfalto sobre el que, allá por junio, se estirarán las siluetas urbanas del amanecer. En Hiroshima la bomba atómica tatuó las sombras de los edificios y las farolas sobre el cemento y aún hoy lucen como cicatrices del espanto, pero aquí ni una hecatombe nuclear le arrancaría las sombras a los rascacielos horteras de los 70. En esta Coruña de acero y agua, en esta ciudad en la que el arco iris parece filtrado por una tele en blanco y negro, a Peter Pan nunca se le ocurriría entrar de noche por la ventana, a la caza de su huidiza sombra, para que Wendy se la cosiese a los talones.