El derribo del mercado de la plaza de Lugo y de la mansión de Zuazo Mondragón, proyectada por el arquitecto de la fachada del Obradoiro de la catedral compostelana, inauguró medio siglo de hachazos a la gran arquitectura de la ciudad
23 jun 2024 . Actualizado a las 05:00 h.La ciudad era otra en 1958. Ya vivía atribulada por los vaivenes del Deportivo, que acababa de descender tras varios años de gloria. En Monte Alto y el Agra los niños aprendían a darle a la pelota en descampados y maizales más altos que ellos. El ladrillo era una anomalía en un horizonte de prado y labradíos. A finales de los 50, la economía solo empezaba a carburar. Humeaba Emesa en A Grela, primera chimenea de una industria dependiente de las amistades de Franco, y en los despachos nadie había oído hablar de una refinería en Meicende.
De la televisión, ni rastro. A las once había que estar en casa. Para distraerse servían las barracas del Relleno y Riazor, «la bañera municipal», según escribió Fernández Flórez. Cada junio una circular recordaba la prohibición de lucir bañador fuera del agua, «ya que era “únicamente para bañarse, no para pasear con él”», apunta Carlos Fernández sobre el puritanismo oficial, al que «pocos hacían caso». Y también como cada verano, los rebeldes volvían a la cárcel para que el jefe de Estado tuviera unas vacaciones tranquilas.
Ese 1958 la ciudad perdió dos edificios excepcionales en un anticipo de lo que vendría después con el derribo de los hoteles Atlantic y Palace (1967) y la especulación galopante. La posguerra, ocupada en males mayores, blindó las joyas y durante 22 años no se registraron ataques flagrantes al patrimonio. El último, recogido en la obra Arquitecturas añoradas, publicada por Trea y editado por los profesores de la USC Jesús Ángel Sánchez, Julio Vázquez Castro y Alfredo Vigo Trasancos, destruyó en 1936 el palacio gótico (1510) de O Parrote, «una de las pérdidas más lamentables de la arquitectura civil de origen medieval de Galicia».
Quedaban en pie, aunque por poco tiempo, el mercado de hierro de la plaza de Lugo (1910) y la mansión de Antonio Zuazo Mondragón construida en 1715 en el número 1 de San Andrés, esquina Torreiro, «con unas dimensiones y solidez nunca vistas hasta entonces en un edificio de carácter privado», señala Vigo Trasancos.
La plaza de abastos, proyectada por Pedro Mariño, fue uno de los primeros edificios públicos del Ensanche y símbolo orgulloso del desarrollo al que aspiraba la ciudad. Arquitectura sin parangón organizada en tres pabellones y cerrada por una verja, descongestionaba la plaza y abrió «un diálogo con los hermosos edificios modernistas» que se levantaron a su alrededor, señala en el libro Paula Pita Galán.
El magnífico palacio barroco del vasco Zuazo —30 metros de fachada, frente a los 5 de las casas corrientes— igualó en altura al personaje, un astuto hidalgo que amasó una inmensa fortuna como recaudador de impuestos, no siempre por medios lícitos. No había mansión «capaz de competir con ella en grandeza, modernidad y estilo arquitectónico», afirma Alfredo Vigo, que la atribuye a Casas Novoa, autor de la fachada del Obradoiro de la catedral compostelana. Quedaba mucho para que A Coruña levantara la casa Cornide, cuya entrega a Franco también se inició en en el aciago 58.
Un comprador de la casa, el concejal Aurelio Ruenes, llegó a ofrecer la fachada al Ayuntamiento para que la conservara. Pero Alfonso Molina estaba de viaje en Brasil, donde moriría y, con él, la salvación de la casa. Un anónimo periodista dejó escrito: «No se comprende nada de esto hoy, cuando hay tanta preocupación por que no se pierdan nuestros ejemplares artísticos más representativos».