Del Arlanda al Villa de Pitanxo

Alfonso Andrade Lago
Alfonso Andrade CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

CESAR QUIAN

Ya hay que tener las agallas de un escualo para hacerse al Gran Sol en un barco de verdad, pero meterse en un cascarón como el Arlanda es harina de otro costal

24 sep 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

El Arlanda no era exactamente un pesquero. Era una carraca con timón que a duras penas navegaba y a la que una vía de agua, una herida abierta cuando bogaba por el desierto del Atlántico a cien millas de Coruña, mandó para siempre al inframundo de Neptuno.

Ya hay que tener las agallas de un escualo para hacerse al Gran Sol en un barco de verdad, para aguantar sobre la cubierta los embates de las galernas con la garantía de una estructura fiable bajo los pies, pero meterse en un cascarón como el Arlanda, sin balsas a bordo ni baliza con que señalizar la posición en caso de peligro, es harina de otro costal. Hay que tener mucha necesidad para embarcarse en esas condiciones.

Aladetimi, Ottebe, Johnson y Tublu (un ghanés y tres nigerianos) coquetearon en alta mar con la señora de la guadaña y bailaron su danza macabra hasta que apareció en el cielo, mesiánico, el helicóptero de Salvamento Marítimo. «Cuando vimos que se acercaba nos pusimos a llorar», confesaron los náufragos a mi compañero Alberto Mahía, autor de la entrevista de La Voz.

Lo que pasó después con los tripulantes explica en parte por qué el armador tenía el barco en esas condiciones: el propietario también los dejó a la deriva en Coruña. Aquí los acogió Padre Rubinos, que, además, les va a sufragar el viaje a Madrid para que puedan regresar en avión a sus respectivos países.

Todos estos detalles sobre el drama de los náufragos, después de unas primeras reflexiones, invitan a valorar el país en el que vivimos... hasta que irrumpe en el recuerdo el Villa de Pitanxo y pasamos a preguntarnos si las penurias dotacionales son patrimonio exclusivo de las carracas africanas.