En cambio, comunicándose como paciente siempre hablaba en voz baja, susurrando, en confesión, como si quisiera no darnos pena o que su universo vital estabulara el problema de salud en una esquina, sin protagonismo alguno. En el fondo, tenía que quedar en una preocupación propia, que no podía llegar e intranquilizar a los suyos. Era un anciano que continuaba siendo joven.
Juez de instrucción a los 23 años, se formó en el duro aprendizaje de humanizar el franquismo, pero acabó dedicándose al ejercicio como abogado. La abogacía fue, para él, un vehículo deportivo que conducía, con singular destreza, para disfrute intelectual y emocional. Para jubilarse había que apearse y, para él, no era lo apetecible.