Ojo, que nos la quitan (la vida) de los fuciños

Javier Becerra
Javier Becerra CORONAVIRUS

A CORUÑA

ANGEL MANSO

Si la situación de estos dos meses era la propia de una película distópica, la reacción de una buena parte de la gente esta semana, echándose a las terrazas como si no hubiera mañana, se presentó como un retorcimiento inesperado del guion para incrementar el drama

15 may 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Desde que empezó toda esta locura del coronavirus mantengo contacto con amigos de Madrid y Barcelona que me cuentan cómo van las cosas por allí. Decían, ya desde el principio, que la gente se saltaba las normas del confinamiento, que paseaba siete veces al perro, que hacían botellones, que a veces incluso veían más gente en la calle que en un día normal. Yo les contestaba que aquí los comportamientos incívicos resultaban excepcionales. Ver una calle como Juan Flórez vacía y en silencio absoluto a las siete de la tarde es una imagen que no olvidaré. Sobrecogía, pero al tiempo reconfortaba: la gente mayoritariamente estaba cumpliendo.

Me llegaban fotos de los policías de ventana, sí. Pero lo que yo palpaba, en general, era sobre todo civismo. Incluso cuando dejaron salir a los pequeños, donde la falta consistía en ver a dos padres con el niño, en lugar de uno como decía la norma. Recuerdo una tarde de aquel período estar con mi hijo en la plaza de Vigo. A las siete en punto toda la gente se retiró como si hubiera sonando el timbre del colegio. Al tiempo, llegaban los de más de 70 años. El cumplimiento resultaba tan escrupuloso que incluso asustaba, al imaginar lo dóciles que podíamos llegar a ser en un estado totalitario.

Con lo de los corredores y los adultos ya empezó a chirriar todo. Quizá no estaban bien diseñadas las franjas. Quizá se podía ajustar más. Pero más o menos se iba llevando. El lunes, sin embargo, todo cambió. De pronto, se instaló una especie de locura colectiva que te hacía sentir la irrealidad dentro de la irrealidad. Si la situación de estos dos meses era la propia de una película distópica, la reacción de una buena parte de la gente esta semana, echándose a las terrazas como si no hubiera mañana, se presentó como un retorcimiento inesperado del guion para incrementar el drama.

A las 12.30 no había en mi zona una sola mesa libre. Mientras caminaba, asombrado, veía pandillas de ancianos tomando vinos como si nada, a gente de 40 o 50 años conversando e insistiendo que «la gripe mata más» y a niños por el medio para completar el cuadro. Aquellas personas habían pasado página. Le habían dicho adiós al covid-19. Con su optimismo temerario pensaban que ya no iba ocurrir nada. La época de las mascarillas, guantes y encierros quedaba atrás. Por la tarde la cosa empeoró. De noche, terminamos en los telediarios como ejemplo del disparate nacional. Algunos hosteleros, asustados, optaron por cerrar el negocio, aun perdiendo dinero. Y muchos subieron a sus redes sociales aquel vídeo del gran Arsenio en el que decía: «Ojo a la fiesta, que nos la quitan de los fuciños». Ocurrió en 1994, cuando veía a la gente celebrando la liga del Dépor antes de ganarla. Como todos sabemos, la perdimos. El problema es que aquí no está en juego una liga, sino la vida. Y no podemos perder ninguna más.