Y años después... llegó el sentido común

Javier Becerra
Javier Becerra CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

César Quian

Hasta ahora ningún partido había ofrecido la única solución posible contra el botellón en Méndez Núñez: la prohibición de las reuniones nocturnas multitudinarias allí

07 feb 2020 . Actualizado a las 09:44 h.

Cuando todo parecía perdido, de pronto llegó el sentido común en el tema del botellón en los jardines de Méndez Núñez. Parecía imposible, vista su evolución. El desplazamiento de la fiesta nocturna juvenil a ese lugar se produjo en la década pasada con el gobierno del PSOE y BNG. Se mantuvo con el PP. Y se prolongó con la Marea Atlántica. Durante ese tiempo no hubo más solución que la palabrería del «ocio alternativo», la «no criminalización de la juventud», las «medidas disuasorias» y demás muestras de aplazamiento del problema. ¿Realmente alguien pensaba que abriendo un polideportivo de madrugada o haciendo un taller de rap la chavalada iba a dejar de hacer botellón? Durante un tiempo nos quisieron convencer de que sí. Y, lo peor, la rueda de los partidos se había terminado sin que ninguno hubiera ofrecido la única solución posible: la prohibición expresa de las reuniones nocturnas multitudinarias allí.

Tuvieron que pasar muchos años para caer de la silla de la demagogia y afrontar la realidad: en ninguna ciudad civilizada del mundo se permitiría que un jardín botánico del siglo XIX se convirtiera cada fin de semana en un vergonzoso estercolero. Atrás quedan las posturas enrolladas que apelaban a «educar» a los chicos para que «recogieran la basura». Atrás quedan los lamentables debates con frases del tipo: «Nos tenemos que preguntar todos como sociedad en qué estamos fallando». Atrás quedan las acusaciones de -¡glups!- fascistas a los que pedían la prohibición. Atrás quedan los destrozos sistemáticos que se generaban en el mobiliario cada fin de semana que, de cuando en cuando, afectaban al reloj floral. Atrás queda el estanque sin peces pero con botellas y vasos de plástico flotando. Atrás quedan las farolas pintarrajeadas con aerosoles. Atrás quedan los árboles centenarios muertos por exceso de urea. Atrás queda aquella penosa malla de protección colocada en el ombú para evitar que lo hiriesen a navajazos y que la orina depositada cada jueves y sábado dañase lo menos posible. Atrás quedan las carreritas en motos por los caminitos del jardín. Atrás quedan las toneladas -sí, toneladas- de basura. Atrás queda quien, cerrando los ojos, hacía desaparecer el problema. Atrás queda, en definitiva, el despropósito prolongado durante años y años.

Al final, resultaba que la única opción viable era emplear el sentido común. Aplicándolo, se descubrió que -¡sorpresa!- no pasaba nada, que no se producían revueltas, ni quedaba manchado el expediente de nadie. Todo lo contrario. Cuando ahora vayamos un sábado o un domingo a pasear por ese espacio sin cristales, sin destrozos y sin basura el único reproche será: ¿por qué no se hizo antes? Y si vuelven los peces, sería ya increíble.