Los pinchos de San Pedro de Mezonzo

A CORUÑA

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18 feb 2019 . Actualizado a las 16:01 h.

Anda el patio revuelto respecto a la niñofobia y el antiniñismo. Lo publicado estos días en la sección de sociedad de La Voz parece haber destapado un problema en esta sociedad tiquismiquis que ha convertido en una cuestión central las molestias que los niños causan a algunos adultos. Curioso. Están dispuestos a alejarlos de su vida como sea para estar tranquilos pero sin renunciar, por ejemplo, a sus espacios públicos de bocinazos y acelerones. Tampoco a sus bares de futboleros gritones y de borrachos pasados de vueltas. Anomalía aceptadas sin que a nadie se lo ocurra establecer ningún veto genérico.

En medio del debate aparece, cómo no, el pasado idealizado. Ese en el que los niños eran supereducados. Ese en el que los adultos resultaban supercomprensivos. En ese clima recordé uno de los episodios de niñofobia más groseros que viví de pequeño. Porque sí, admitámoslo, hay gente que odia a los niños. Los hubo siempre. Y cualquier excusa sirve para destapar esa amargura. Lo que ocurre es que ahora vivimos la versión hipster, supuestamente europea (sí, fuera los niños también son requeteducados, no como aquí) y reivindicativa del tema que huele a viejo. Y huele tan mal como entonces.

Cuando era un crío solía bajar a jugar a la zona de la iglesia de San Pedro de Mezonzo. Los niños queríamos emular a Maradona dándole patadas al balón y, a falta de espacios adecuados, lo hacíamos en la explanada que hay al lado del templo. Allí, poniendo a prueba nuestras rodillas, pasábamos las tardes los chavales de los Mallos, la Falperra y Cuatro Caminos. Algunos condenados a dar clase en colegios maltrechos que ni siquiera tenían un patio para el esparcimiento de la niñería.

Pero había alguien a quien eso molestaba. Al cura de la parroquia. Los balonazos a las paredes de la iglesia le irritaban. El peligro de que los pequeños pudieran romper algún cristal, lo mismo. Decidió, en consonancia, poner unas rejas sobre las vidrieras. Eso podía entrar dentro de lo razonable. Pero añadió una malévola característica: pinchos afilados en las protecciones.

De pronto, empezaron a quedar allí pelotas pinchadas. Los balones entonces costaban un dineral. Más a nuestras familias, generalmente modestas y de clase trabajadora. La decepción que se generaba cuando el esférico se clavaba la tengo grabada como el ejemplo de la frustración infantil. Ahí aprendí perfectamente qué es ese odio que ahora llaman niñofobia, que nos parece nuevo y que no lo es tanto. Porque seguro que entre los demandadores de vetos en bloque a niños en bares, aviones u hoteles habrá quien esto de los pinchos le parezca bien. Porque, ya se sabe, los padres de hoy no educan bien a sus niños y la tranquilidad individual está por encima de todo. De los niños, de la humanidad e, incluso, de la propia Constitución Española.

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