El ruido terapéutico del mar de Riazor

Javier Becerra CORUÑESAS

A CORUÑA

Javier Becerra

02 feb 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando los coruñeses orgullosos se ponen estupendos suelen decir eso de que A Coruña es la mejor ciudad del mundo. Tanto da que no las hayan visto todas y que les quede mundo y mundo por recorrer. Ellos saben (y sienten) que no existe mejor lugar para vivir que toda esa área que alumbra intermitentemente la torre de Hércules. «Si no fuera por el clima ya sería perfecta», apostilla el que no desea ser tan maximalista. En días como estos -de lluvia, viento, rayos y centellas- a lo mejor la autoestima local se desmorona un poco. Cuesta salir a la calle. El cielo dice: «Quédese en casa». Resulta fácil caer en la apatía del «no me apetece nada más que una manta y descansar».

Sin embargo, ese coruñés orgulloso que se las sabe todas conoce una cara agradable de ese mal tiempo muy disfrutable: contemplar el Atlántico golpeando Riazor. Esperemos que el temporal no muestre hoy su lado destructor, porque el mar en días como ayer o anteayer es todo un espectáculo. Se eleva por encima de su nivel habitual. Forma bellísimas olas. Y tapa con su espuma blanca la arena. Muchos son los que se acercan allí. Unos en pareja. Otros en familia. Pero, sobre todo, gente sola que acude como algo casi religioso. Buscan el poder terapéutico de ese rugido marítimo que purifica el corazón, oxigena el pensamiento y genera una indescriptible sensación de paz interior.

El miércoles me pasé. Tropecé con ese ruido tan relajante. Recordé aquellas largas tardes infantiles de espera en el Ambulatorio de San José. Allí, mirando por la ventana y sintiendo el calor de los radiadores, me podía pasar horas viendo el mar. Cuando abrían la ventana, escuchar también aquellas pequeñas explosiones de naturaleza en la playa. Todo hasta que me decían que ya era el turno para que me viese le otorrino o el oftalmólogo. Entonces ya experimentabas el poder hipnótico que tenía ese oleaje de la bahía coruñesa.

Hay otros manantiales de paz, por supuesto. Sentarse en la plaza de las Bárbaras de la Ciudad Vieja, pasear por la mañana por Santa Margarita o disfrutar del Monte de San Pedro en días de tiempo benevolente son algunos. Pero mucho me temo que, de hacer una lista, lo de plantarse en el paseo a mirar el mar sin más debe figurar en el top colectivo. El otro día había muchos ensimismados, notando el viento en la cara y una lluvia chispeante que avisaba ir a más. Todos buscaban en el horizonte desdibujado esa conexión espiritual. Engancha de tal modo que, en tu cabeza, te vienes arriba y acabas acercándote a ese grado de estupendismo del que rehúyes para no terminar convertido en una caricatura. Piensas en silencio que, si esta no es la mejor ciudad del mundo para vivir, al menos se le acerca mucho. Y te vas para casa como nuevo.