El ocaso sonoro de las gaitas de A Torre

pablo varela / A. A. A CORUÑA / LA VOZ

A CORUÑA

MARCOS MIGUEZ

De los artistas que antaño tocaban en las cercanías del monumento apenas quedan unas cinco personas

26 dic 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

«Llevábamos un buen rato tocando y nadie echaba un duro. Así que cogí un rotulador permanente y escribí en el parche del bombo: La Crisis. Fue en el 2008, y empezaron a llovernos fotos y monedas», rememora Turu Tambores. Él es, junto a Eduardo Ambite, uno de los últimos gaiteiros que aún aporta una mística musical al entorno de la Torre de Hércules. Antaño, se organizaban entre ellos para distribuirse a lo largo del camino que asciende hasta el monumento, pero ahora hay días en los que incluso están solos.

Turu, que se crio en Palavea y viene desde Malpica todos los días, encontró un empleo hace mes y medio en el Puerto. Por eso, en verano, era más frecuente verle con el instrumento a cuestas. «Ir a tocar allí me salvó el mes. Llevo desde los 13 años yendo, porque hay algunos días que salgo de trabajar y, si hace buen día, voy a la Torre. Porque muchas veces también lo haces por ensayar y desconectar», desgrana. Pero el sonido de su gaita, últimamente, no tiene acompañante. «En comparación con hace años, somos muchos menos», lamenta. Él lo vincula, en cierta manera, a que «algunos han ido encontrando otros oficios».

Eduardo, que es la tercera generación de una familia coruñesa de músicos, ahonda en esa teoría: «Si estoy trabajando, no vengo». Justifica que también necesita «tiempo libre para descansar». Estuvo contratado como soldador durante 24 años, pero ahora sopesa volver a su faceta más artística mientras esté en el paro. Y no quiere hacerlo de cualquier manera. Él empezó en el 1999 y conserva una visión más espartana de cómo tocar: «Esto es como un trabajo más. Te marcas un horario y hay que dar un mínimo. No se trata de ser Carlos Núñez o Budiño, pero debemos dar una imagen del folclore gallego. Es como tocar en el metro de Nueva York o Moscú. Allí, los músicos pasan una criba con la gente y deben dar lo mejor de sí, dentro de sus posibilidades».

Junto a Eduardo, su padre Antón, de 69 años, porta un tamboril tocado a muñeca. «Me gusta que venga con la percusión para que dé empaque», explica el primero. Antón, mientras tanto, reflexionaba sobre las palabras de su hijo. «Cando non hai outra cousa, ás veces, tocar aquí é unha opción a ter en conta», detallaba con sencillez.

Cuenta Turu que, cuando era pequeño y empezó a practicar con la gaita, un amigo suyo le recomendó probar suerte en la Torre para «ganarse unas perrillas». Dicho y hecho. Cogió el bus 1-A, y se plantó allí. Y floreció una historia de amor que le ha llevado a otros lugares del país como Burgos, Castellón o Tenerife. Siempre en la carretera. Siempre al aire libre, porque «la profesión de músico callejero es la más bonita que hay».

Ahora, que estima en un grupo de aproximadamente cinco los gaiteiros que se dejan ver cada cierto tiempo por la Torre -entre los que Eduardo y él se incluyen-, se detiene a pensar en el silencio: «A la gente que sube aquí le gusta nuestra música. Salir del bus y escuchar la gaita». Pero la banda sonora que ha acompañado durante años a turistas y paseantes en la zona es casi una rara avis salvo en fin de semana. Un patrimonio que, aún sin fecha de caducidad, sí languidece. Turu comenta que «cuando apago el instrumento y no escucho nada más salvo el murmullo, me siento raro». Antón, que se sentía más cómodo en un segundo plano durante la conversación, atinaba al final en la descripción: «Notas un vacío».