El narcisismo de firmar las paredes

Alfonso Andrade Lago
Alfonso Andrade CRÓNICAS

A CORUÑA

CESAR QUIAN

18 ago 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Endurecer el castigo. Es decir, aumentar la cuantía de las multas. Quizá sea la primera idea que pasa por la cabeza de los incontables coruñeses que sufren los grafitis en sus comercios, portales, garajes o simplemente en el patrimonio público cuando se plantean cómo poner fin al caos de las pintadas en la ciudad más afectada de Galicia por este problema. Como la sanción máxima recogida por la actual ordenanza de limpieza es de 750 euros, subir las multas parece de una lógica irrefutable.

Sin embargo, tal vez no sea la única clave de este asunto. Creo que lo primero que habría que plantear sobre el vandalismo de los picassos del espray es por qué si cada ejercicio gastamos en esta ciudad miles y miles de euros públicos en regenerar unos diez mil metros cuadrados de pared, el Ayuntamiento coruñés solo abre expediente a 46 grafiteros en un año (2017). La acción del gobierno local es homeopática en una ciudad que da vergüenza verla, con elementos patrimoniales como el convento de San Francisco que estuvieron al menos un año y medio esperando a que nuestros munícipes eliminasen las firmas de sus muros y sillares.

Mientras no haya un interés real por resolver este problema, pocos resultados se pueden esperar. Y desde luego no lo hay cuando los pliegos de la ordenanza de limpieza que prepara el ejecutivo -aún modificables- reducen de cuatro a uno los operarios destinados a borrar grafitis.

¿Qué más se puede hacer para luchar contra esta lacra? Algunas localidades -Carballo, sin ir más lejos- han obtenido buenos resultados de la habilitación de espacios específicos para pintadas. Y parece lógico que funcione. Desde que Cornbread en Filadelfia y Taki en Nueva York empezaron a escribir sus nombres por todos los muros y vagones de esas ciudades en 1965, grafiteros de todo el mundo han hecho lo imposible por ser los primeros en estampar su firma y su estilo en cada esquina. En España, el dudoso honor de la primicia corresponde a Muelle, que empezó a pasear su rúbrica por Madrid en 1977 y dejó el metro hecho un adefesio.

Para teóricos como Francisco Reyes, profesor de Dirección de Arte y Planificación Publicitaria en Medios Audiovisuales en la Universidad Complutense, lo que subyace bajo el impulso del grafitero es ego y narcisismo, el afán por llegar antes que nadie, pero también por imponer su estilo dentro de un marco muy competitivo. Y eso, por lo visto, funciona igual cuando se les ofrece la posibilidad de cambiar el portal o el garaje por un muro autorizado. Da resultado. Las experiencias previas invitan al optimismo, pero antes, claro, hace falta ponerse manos a la obra… desde la política.