Contacto, arranque… y a la primera: ¡brruum, brruum! Su motor suena poderoso en el preámbulo de un sereno concierto de pistón y cilindros. Después, solo un rumor firme, pero tranquilo, que frasea pasajes de arado y siembra y que atrae con su hipnótica cadencia a los visitantes del Mercado de la Cosecha. El vehículo no impacta por su tamaño, carece de navegador o conexión wifi, sus únicos extras son asiento, volante y un par de faros, y la pintura metaliza, tan de moda, muta aquí a un rojo mate y raído que revela el orgulloso paso de los años. Y sin embargo, pocos fueron los que lograron sustraerse en el mercadillo del Paseo de los Puentes al hechizo del David Brown, que es como se conoce al dios de los tractores. Un maravilloso modelo del año 1947 presumió el domingo de 70 años bien llevados, sin arrugas en el carenado y con el cigüeñal casi como el primer día.
Hace décadas que míster Brown quiso ser también el dios de los coches, pues idéntico esmero puso en la fabricación de sus Aston Martin, que le salieron de pana y que son también de los que resisten una vida entera… Eran otros tiempos… Hoy los automóviles, la más sibilina conquista de la obsolescencia programada, duran menos que las alianzas en Juego de tronos. Y de hecho, el David Brown del 47 regresa a mi mente en el taller, mientras espero turno para pagar religiosamente los 250 euros que me van a soplar por cambiarle los amortiguadores traseros al coche, que tiene 12 años. Y no es que tenga yo especial empeño en sustituirlos, sino que están sin líquido y hechos papilla apenas veinte días después de haber pasado la reglamentaria revisión anual en el concesionario, donde ya me habían pedido una considerable contribución a la causa de la obsolescencia.
Me viene a la mente, digo, el fiable David Brown del 47 porque, mientras sigo esperando turno, recuerdo con cierto resquemor que este año ya tuve que soltar otros 400 euros por el radiador de la calefacción. En el caso de esta avería, a la ya mencionada obsolescencia se unió otro tipo de programación, pues en el primer taller al que acudí sin saber qué era toda aquella agua que rezumaba la alfombrilla del acompañante me pedían 1.100 euros por la reparación. «Es que son piezas de desgaste y si te toca, pues te toca», me consolaba el mecánico.
Desgastado yo también, anímica y económicamente, me viene a la mente, insisto, el señor Brown. Y como quiera que el Aston Martin solo lo disfruto en las pelis de James Bond, me queda al menos el consuelo de haber visto en funcionamiento uno de aquellos motores eternos, supervivientes de un mundo en el que lo perdurable tenía un valor, y que ya no existe.