En Santa Cristina todo era posible

Javier Becerra
Javier Becerra CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

14 oct 2016 . Actualizado a las 22:35 h.

En una de sus memorables piezas sobre el koruño, el humorista David Perdomo se desplaza a Santiago. Está lleno de turistas. «¡No me gusta que haya tanta peña rubia, parece Santa Cristina, neno!» dice. Y con una sonrisa en los labios el coruñés de barrio que pasó su niñez en los ochenta lo pilla perfectamente. Porque Santa Cristina entonces venía a ser ese sitio idealizado en el que muchos veíamos las cosas que normalmente no se veían en nuestras calles. La peña rubia (es decir, los turistas) y muchas otras.

Una de las calles de Santa Cristina
Una de las calles de Santa Cristina KOPAJBV

El mundo entonces resultaba más pequeño. Veranear, para muchos, consistía en ir a la aldea en un 127. Lo de viajar a Mallorca en avión quedaba para las lunas de miel. O los ricos. Lo más parecido a esos lugares de palmeras, tumbonas y cócteles que ofrecía la televisión se encontraba al otro lado del Pasaje. En Santa Cristina había gente practicando windsurf, en la parte de la playa con oleaje. Dicen que no era para tanto, pero yo las recuerdo gigantes. Las olas y las velas. Te quedabas alelado observándolas con tu bañador modelo Verano azul, hasta que un ruido te llamaba. Se trataba de una avioneta con una lona publicitaria de Cinzano.

En Santa Cristina muchos conocimos el significado del término top-less. Primero en la playa, cuando poco a poco se popularizó entre las mujeres la práctica de tomar el sol únicamente con la parte de abajo del bikini. Pero también porque había un local, el Géminis, que se denominaba así. Salía siempre anunciado en el Teletipo Deportivo. Decían, los mayores, que las camareras servían con el pecho al aire. Y en aquella España pre-Sabrina de Esteso y Pajares sonaba más que enigmático. ¿Alguien había entrado allí y lo podía certificar?

Había otros locales fascinantes, sin ese halo prohibido. En Santa Cristina mandaba un concepto entonces novísimo: el plato combinado. Y algunos conocieron allí en qué consistía un gofre. Muchos establecimientos calaron. El Zumolandia, por ejemplo, ochentero a morir, con neones, Modern Talking y combinados de fruta. Sorbías por la pajita y te trasladabas a un filme americano de adolescentes. También el Bora Bora, con cócteles servidos en calaveras de las cuales salía humo («¡que sí, que lo vi!»). O la Cabaña del Pescador, con campana extractora en cada mesa y una parrilla con carbón para que te hicieras tú la carne al punto que deseases.

Allí, a veces, comía una familia madrileña, la de esa chica que jugaba al tenis en la pista del Hotel Rías Altas con su faldita de Sergio Tacchini. Rubia, por supuesto. Y, por la ventana se podía ver un pasando Golf descapotable de color blanco. Una vez juraría que circuló por allí un Ferrari Testarossa como el de Magnum. Aunque, a lo mejor, ocurrió como el día en que me desperté y sorprendí a Baltasar en el pasillo de mi casa. Quién sabe. Porque en Santa Cristina entonces todo parecía posible.