Pánico en el banco de los pies colgantes

A CORUÑA

30 may 2016 . Actualizado a las 13:23 h.

Pocos dudan a estas alturas de que una de las especies más agresivas de la ciudad es el banco del parque. O del paseo. Toda la vida ha sido imposible sentarse en los de la Marina o en los de Méndez Núñez, barnizados de blanco sin piedad por palomas y gaviotas, pero el malvado espécimen ha dado ahora un paso más y muestra una aversión desmedida hacia nuestros beatíficos ancianos, como queda de manifiesto en este demoledor testimonio acaecido hace un par de semanas en el primaveral Parrote, y que paso a relatar:

Aposentada en uno de los bancos que hay frente al mar, con el terror dibujado en el rostro, una anciana luchaba con denuedo por ponerse en pie, tarea harto complicada, pues la instalación es tan alta que las piernas le quedaban colgando en el aire, sin llegar a tocar el suelo. «Neno, ayúdame, que no puedo levantarme», me pidió doña Alicia -que así se llama- al observar mi asombro ante aquella escena. La pobre arrastraba el trasero hasta el límite del asiento y ganaba terreno milímetro a milímetro en busca del paso decisivo, pero una vez en el filo, asomada al balcón de la osteoporosis, se quedaba clavada en el borde, sin atreverse a saltar al vacío. Allí se la veía tan pequeña que me acordé inevitablemente de otra Alicia, la del país de las maravillas, que menguaba frente a mesas y sillas desproporcionadas.

Cuando se aferró a mi brazo bajó con confianza y agilidad envidiables. «Hay que ver la mala leche que tienen estos bancos», ironizó antes de darme las gracias, y me dejó sorprendido por la posibilidad hasta entonces inexplorada de que alguien pudiese concebir el mobiliario urbano como un avieso enemigo: el banco de los pies colgantes, un sádico sacamantecas.

Deseché al rato aquella idea, incauto de mí, hasta que unos días más tarde me di una vuelta por Francisco Catoira, y por segunda vez en menos de una semana presencié con toda su crudeza otro ataque del mobiliario. Allí también hay ancianos en los bancos, que aquí son diminutos. El asiento queda tan pegado a la acera que nuestros abuelos se hunden irremisiblemente en las profundidades, con el culo a ras de suelo, las piernas contraídas y una incapacidad obvia para salir solos de aquel abismo.

Y desde aquella sobrecogedora visión del banco de los pies encajados, tan raquítico que me transportó de nuevo al país de las maravillas, no he podido sino abrazar la tesis de doña Alicia, así que me pregunto también cómo puede tener tan mala leche nuestro mobiliario y por qué los respetables señores que se ocupan de los proyectos urbanos no han hallado todavía un término medio entre la nada y el infinito. Claro que para eso hay que tomarse la molestia de probar los bancos o, al menos, de releer a Lewis Carroll.