Sin rastro del barrio chino

A CORUÑA

Sobre el antiguo dédalo de calles malditas se levanta hoy una plaza y la terraza de O?Delito.
Sobre el antiguo dédalo de calles malditas se levanta hoy una plaza y la terraza de O?Delito. paco rodríguez< / span>

Del lujurioso Papagayo ya no quedan ni las placas de las calles

28 jun 2014 . Actualizado a las 12:01 h.

Cuando yo era pequeño, en A Coruña no había chinos, pero había barrio chino. Ahora que hay muchos chinos, chinos que regentan restaurantes chinos, tiendas chinas -también llamadas chinos, a secas- e incluso bares de pulpo á feira y tapa de chicharrones, ya no hay nada parecido al barrio chino. Apenas un par de locales trasnochados en la calle Florida.

En la Florida a veces se pierde algún guiri recién desembarcado de su crucero de lujo que, al salir de María Pita, en vez de tirar por Riego de Agua, enfila por la bocacalle equivocada y acaba pidiéndole fuego a la chica de la puerta, que en seguida le ofrece al yanqui otra clase de lumbre.

Pero el gran barrio chino de A Coruña siempre fue el Papagayo. Yo, de niño, no entendía por qué lo llamaban barrio chino si no había ningún chino en una legua a la redonda. Era un crío muy preguntón, que por aquel entonces venía a ser sinónimo de cobrón.

A veces subíamos por la calle Hospital hacia la plaza de España y me daba por preguntar por los chinos.

-¿Dónde están los chinos?

-Vas a llevar.

Del Papagayo, que fue el gran barrio chino de la Galicia de la posguerra, ya no quedan ni las tuercas de las placas municipales. Ni rastro -salvo en los portales- del nombre de las calles Tabares y Papagayo, dos cuestas de losas tortuosas que se repartían los burdeles, las trifulcas y la clientela a partes iguales. El progreso se llevó por delante los prostíbulos para excavar en su lugar un centro comercial con garaje más que subterráneo, abisal, tipo fosa de las Marianas. El nombre del centro comercial, Bulevar del Papagayo, es la única huella visible de aquel dédalo de casas malditas.

Menos mal que la antigua placa del Papagayo está a buen recaudo. Se la dio en 1976 el alcalde Liaño Flores a Camilo José Cela, un asiduo parroquiano del barrio y cliente vip de la legendaria casa de la Apacha, que coló en La familia de Pascual Duarte. Así cuenta el propio Pascual en la novela cómo dio con sus huesos en el Papagayo:

«E hice de todo un poco hasta que terminé mi tiempo de puerto de mar viviendo en la casa de la Apacha, en la calle del Papagayo, subiendo a la izquierda, donde serví un poco para todo, aunque mi principal trabajo se limitaba a poner de patitas en la calle a aquellos a quienes se les notaba que no iban más que a alborotar».

Cela, siempre tremendista y carpetovetónico, siempre dado al barroquismo y a la hipérbole desmedida, alimentó la leyenda (muy probablemente incierta) de que durante una noche de farra había agarrado un piano del primer piso de la Apacha y lo había lanzado por la ventana al callejón.

Pero los eruditos del Papagayo, los espeleólogos de aquellas casas clandestinas ante las que el franquismo cerró los ojos durante lustros, empuñan dos datos que desmontan el mito: la Apacha (o Apache, según qué bibliografía se maneje) no tenía piano en el primer piso, sino unas humildes pianolas en el bajo, y, last but not least, el tamaño del ventanuco del primero no daba para arrojar un piano (aunque fuera un piano sin cola).

En su novela La cruz de San Andrés -con la que ganó un controvertido premio Planeta- Cela juguetea con los sonoros nombres de las prostitutas locales: «El viento sopla con ira contra el rompeolas del Orzán espantando a las putas de la calle Papagayo, que tampoco son demasiado asustadizas, Marica la Caralluda de Valadouro, Trinidad la Madrileña, Carmela Conacha Brava y otras, todas capaces de plantar cara a un marinero inglés borracho, los cabritos del país suelen ser más mansos».

No distaban mucho los apodos reales de los motes de ficción de Cela. Deambulaban por Tabares, Papagayo y Hospital la Media Teta, la Collona, la Ave Torda, la Orensana, Marilyn, la Chosca y la Coreana. Eran los tiempos de clubes como el Maypu y el Canosa. Luego llegarían las noches del Benidorm, el Montecarlo, El 12 (donde, en la época del Superdépor, lucía una foto de Bebeto junto a una ristra de ajos nada sexi) y La Serena, que resistió hasta que cayó la última empalizada y pasaron las excavadoras.

En su Guía secreta de Galicia explicaba Juan Soto que al Papagayo tardofranquista de 1974 había que llevar en el peto al menos mil pesetas y 50 a mayores para la cama. Ya se lamentaba entonces de la pérdida del clima familiar y entrañable: «Antes si faltabas un sábado ellas se preocupaban y te esperaban impacientes, interesándose por tu salud y esas cosas». «Las niñas del Papagayo toman whisky. Algunas, casi siempre las mayores, cointreau o peppermint», apostillaba Soto.

Pero tampoco hay que ponerse demasiado nostálgicos, demasiado sepias y vintage, con los tiempos perdidos del puterío, porque en los últimos años ya no era aquel barrio chino de los tugurios hogareños y casi maternales, sino un lúgubre desfiladero de garitos sórdidos donde la droga causaba estragos y el sida jugaba al subastado con clientes y profesionales.

De las tres pes del viaje al final de la noche que cada ciudad emprende al caer el sol, el periodismo y la prostitución se han largado a los polígonos de las afueras, y ya solo la policía hace la calle por el centro como en los viejos tiempos.

Si uno de esos yanquis despistados que se bajan del trasatlántico sin saber en qué puerto han atracado llega hasta el nuevo Papagayo, no podría sospechar que allí palpitaba la noche de los sábados la lujuria de media Galicia.

Ahora uno va al Papagayo a ver si están de oferta el pepinillo polaco y la leche desnatada en el Mercadona. Es lo más aventurado que se estila hoy en día en el Papagayo. Eso o bajar a O?Delito, el bar de Lito, que siempre te recibe con amable sonrisa, para tomarte en la terraza un carajillo con vistas.

En Panaderas, en la acera de enfrente de O?Delito, han abierto un chino. Ya no hay barrio chino, pero hay chinos en el barrio.