La batería de San Pedro descubre sus secretos

E. Eiroa / X.V. Gago A CORUÑA / LA VOZ

A CORUÑA

CESAR QUIAN

Una parte de los búnkeres subterráneos de principios del siglo pasado se podrán visitar desde junio tras su restauración

25 may 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

A estas alturas, enumerar las virtudes del monte de San Pedro no aporta nada nuevo. Es bien conocido por los coruñeses y suma en su haber 400.000 visitantes al año contando solo los que llegan en autobuses. Pero una cosa es lo que se ve, y otra lo que, hasta ahora, se ocultaba. De la Batería de Costa número 8 se conocen, porque allí están, sus inmensos cañones, pero son muy pocos los que se han dado un paseo por los cientos de metros cuadrados de construcciones militares que se mantienen bajo la superficie.

Tampoco son muchos los que saben que la de San Pedro es una de las dos baterías de costa que se conservan prácticamente intactas en todo el mundo. Desde el próximo mes de junio muchos más podrán saberlo, porque entonces abrirán al público una parte de esas instalaciones, como la sala de mando bunkerizada, la sala del telémetro o la de dirección de tiro. Parte de las viejas salas de uso militar ya han sido restauradas, otras están aún pendientes, pero pasear por ellas en el estado actual no deja de ser una experiencia fascinante. Allí están los motores y las grúas que subían los proyectiles a los cañones, allí siguen los estantes donde se almacenaba la pólvora, allí están los rudimentarios grupos electrógenos para generar electricidad. Sigue en el sitio el ordenador mecánico, que funcionaba mediante engranajes y que se fabricó en Londres, con el que se calculaba al milímetro la dirección de los proyectiles, como está también una suerte de plóter que dibujaba con agujas sobre una piedra caliza, las trayectorias resultantes. Hasta muchas de las lámparas son las que había entonces en unas salas construidas como búnkeres con capacidad para resistir bombardeos con armas similares a las que allí había, que no eran precisamente modestas.

Las joyas de la corona, los dos cañones Vickers Armstrong fabricados en 1928, podían lanzar sus proyectiles a 40,1 kilómetros de distancia, siendo efectivos a un máximo de 35,1 kilómetros. Los cañones tenían un retroceso de casi metro y medio y se calculaba que en tres disparos garantizaban el blanco. Nunca tuvieron que emplearse en un contexto bélico, y aunque estaban fabricados para disparar un proyectil por minuto tras el primer disparo, tampoco llegaron a lanzar muchos. En toda su historia lanzaron 23, el último, el 24 de octubre de 1977. Para entonces la evolución de la aviación había dejado obsoletas las baterías de costa que hoy, en el mundo de los drones, no tienen sentido.

Defensa entregó las instalaciones en 1995 al Ayuntamiento, que en el año 2005 preparó un proyecto millonario para restaurarlas. La realidad económica fue por otro camino y la puesta en valor de las piezas militares se hizo despacio y de forma más modesta.

Aquello es hoy una curiosidad turística y un legado histórico -cuyo pasado explica brillantemente José Manuel González Abuín, guía del centro de interpretación- que pronto mostrará alguno más de sus secretos.

La artillería se instaló allí en 1929, adaptando cañones empleados por las marinas de guerra a un enclave fijo en tierra. En el entorno hubo tres baterías más, dos en Ferrol y otra en Monticaño (Arteixo), un dispositivo bélico que convirtió a la costa coruñesa entre 1929 y 1941 en una de las más artilladas del mundo.

Pese a los sucesos que tuvieron lugar entre esos años en España y los posteriores en Europa, los cañones no llegaron a usarse en ningún conflicto bélico. Sin embargo, la guarnición permaneció operativa hasta finales de los ochenta. Hacían falta entre 15 y 25 personas para hacer funcionar cada cañón. Entre los dos barrían un área que iba desde las Sisargas a cabo Prior, limitando su giro, eso sí, para que nunca pudieran apuntar a la ciudad. Una precaución lógica ante la posibilidad que el enclave cayera en manos enemigas.

Su funcionamiento era complejo y los cálculos se hacían a mano. Un telémetro con ópticas alemanas y nueve metros de longitud medía con precisión la distancia del blanco, y desde otro puesto comprobaban los impactos para corregir el tiro. Algunos aún recuerdan en A Coruña el ruido ensordecedor de las pruebas. No se volverá a escuchar, pero se podrá ver de dónde procedía.

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El patrimonio militar