El jardín cerrado de Vitoliña

A CORUÑA

PACO RODRÍGUEZ

Panaderas 12 reivindica la memoria de Santiago y María Casares

08 mar 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

En Panaderas 12, bajando a mano derecha, en la orilla prohibida de lo que un día fue el Papagayo, se levanta uno de esos monumentos laicos, casi secretos, que de tiempo en tiempo se dedica una ciudad a sí misma. Es la antigua casa de los Casares. De Santiago Casares Quiroga, presidente del Gobierno de la II República, y de su hija María, aquella actriz única que fascinó a Albert Camus y que derramó su talento en los escenarios de París y en películas como Los niños del paraíso o El testamento de Orfeo.

No queda ya mucho de aquella casa del clan familiar que describía María Victoria Vitoliña Casares en Residente privilegiada: «Era una casa grande con dos amplios pisos, y un bajo alquilado, al menos desde que yo nací, a un farmacéutico que había instalado en él su establecimiento. Daba por un lado a la calle y por el otro a un jardín cerrado por paredes chorreantes de hiedra y madreselva, que una alta escalera de piedra dividía también en dos pisos y que accedía por su segunda terraza -la más alta, a juzgar por lo que yo veía cuando era pequeña- a los barrios donde se aglomeraban todos los burdeles de la ciudad; quizá en la época de mi abuelo no había allí más que prados».

No están ya los prados del abuelo, ni los prostíbulos de aquel literario Papagayo que ya solo subsiste en el nombre de un centro comercial subterráneo -muy subterráneo, excavado como queriéndole buscar las cosquillas a los submundos de A Coruña- y en libros como La familia de Pascual Duarte, donde Pascual, ya se sabe, da con sus huesos en la casa de la Apacha, subiendo la cuesta a mano derecha. La cuesta ya no está y de la Apacha solo queda un rastro de mitología en el asfalto.

Del jardín cerrado de Vitoliña solo sobrevive un pedazo de césped donde el Ayuntamiento ha sentado una escultura de su padre en un banco blanco. No están ya los árboles, ni la madreselva, ni la hiedra. Subida a uno de aquellos árboles, cuenta María Casares, empezó a recitar:

«También declamaba en toda su integridad largas tiradas, a grito pelado, en la rama de un árbol del jardín; en sordina y temblando con una extraña emoción en el colegio o en la gran biblioteca, delante de mi padre».

De la biblioteca, en la segunda planta de la casa museo, ya apenas nos queda el escenario, el envoltorio de aquel santuario republicano que fue arrasado por el ruido y la furia al estallar la Guerra Civil. «La casa de mis padres en La Coruña había sido vaciada; los libros de papá, quemados o vendidos en subasta junto con los objetos, los muebles y hasta las mismas paredes», se duele María Casares.

Pero si el visitante se detiene un instante en medio de la estancia y paladea la claridad que se filtra desde Panaderas tras los postigos, puede respirar, o adivinar, aquella atmósfera:

«De esta hermosa y gran biblioteca se ocupaba él con verdadero amor, soñando, antes de encargarlos, con los libros, las maderas, los tejidos o los papeles, las marqueterías del suelo, las lámparas, las largas mesas bajas de arquitecto, los divanes e incluso las fallebas que forjaban especialmente para él de acuerdo con sus propios diseños; toda la casa estaba amueblada en estilo moderno. En una esquina había dispuesto un pequeño laboratorio donde pasaba horas investigando yo no sé qué; y los frascos, las botellas, los tubos, las probetas, los microscopios, las lentes acumuladas, daban a aquel rincón iluminado al fondo de la gran habitación oscura tapizada de libros, un pequeño carácter fáustico que reclamaba su Mefistófeles. Tal vez fue este quien vino a trastornarlo todo en 1936».

Por una escalera de época, tortuosa y empinada como los años treinta, se asciende al último piso de la casa, la tercera planta que Casares mandó construir para Vitoliña: «El tiempo de sus ocios que no me estaba dedicado, lo pasaba con mi madre, con sus compañeros de lucha cuando le estaba permitido recibirles, con sus libros, con la naturaleza, con los microscopios o en construcciones, con los obreros, cuando decidió añadir a la casa de La Coruña un tercer piso para dedicármelo».

Van pasando, como en lentos fotogramas, los carteles de sus películas, las fotos en la Comedia Francesa, y los retratos junto a Camus y otros gigantes de aquel París de fábula. La luz cae a borbotones desde el altillo.

Ya en 1980 María Casares afirmaba que no volvería a pisar su ciudad. «Ahora, aunque se me presentase la ocasión de recuperar aquella casa, no puedo imaginarme viviendo en ella, amputada como está de su jardín, donde parece ser que se ha construido una casa de pisos, y sobre todo aquel lugar -crisol mágico- donde se creó esta parte mía que me ha sido dada y que es una de las mejores de mí misma», sentenciaba. No regresó jamás a Panaderas 12, a su jardín cerrado con hiedra y madreselva.

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