San Carlos, un jardín con candado

A CORUÑA

PACO RODRÍGUEZ

Sus negrillos son los últimos mohicanos de los olmos en Galicia

23 oct 2019 . Actualizado a las 21:55 h.

En Galicia antes llovía de octubre a mayo y los viejos del lugar se limitaban a observar, entre calada y calada al cigarro de picadura selecta, que hacía mal tiempo. Ahora lo llaman ciclogénesis explosiva, que suena muy a peli de ciencia ficción, hasta parece que en cualquier momento puede asomar Flash Gordon cabalgando las olas descabelladas del Orzán. También hay trenes de borrascas, que es cuando las nubes, como los parvulitos de las Escuelas Populares Gratuitas, se ponen en fila india y se agarran por el mandilón unas a otras para desplazarse por el mundo.

El caso es que con esto de los trenes de borrascas y la explosión de las sucesivas ciclogénesis, el jardín de San Carlos lleva encerrado consigo mismo como dos meses, enjaulado tras la verja de la que cuelga un letrero municipal:

«El jardín de San Carlos permanece cerrado al público debido al aviso de alerta naranja. Disculpen las molestias».

La cancela la cierra cada noche y la abre cada mañana (cuando no hay ciclogénesis a la vista) el jardinero de San Carlos, Fariña, que tiene probablemente el mejor trabajo del mundo. El Cela de antes del Nobel dijo un día que a él lo que de verdad le gustaría ser era arzobispo de Manila «para poder ir por la calle rodeado de un coro de monaguillos capones cantando en tagalo las alabanzas de Nuestro Señor». Pero yo creo que el mejor trabajo del mundo, mejor incluso que el de arzobispo de Manila, es el de Fariña, custodio y guardián del jardín de San Carlos y del túmulo del general sir John Moore.

Al fin atisbamos un poco de luz entre los trenes de borrascas y las alertas meteorológicas y sale el sol de febrero en A Coruña, que es un sol tibio, tamizado por esas nubes barrigonas y obstinadas que se quedarán en el cielo por lo menos hasta San Juan. El jardín sale de su clausura y se deja pisotear por turistas y otros ociosos desnortados.

-Pero qué cuidado tiene todo este hombre.

La señora, que viene de una revisión en el Abente y Lago (antiguo Hospital Militar) se queda pasmada ante los mirtos recortados con esmero. Los negrillos, que son los últimos mohicanos de los olmos en Galicia, sacan sus raíces de vez en cuando de la tierra para ponerle la zancadilla al crío molestón que se pasa de traste.

-Juanito, anda con ojo que me rompes todos los pantalones por las rodillas.

Esas cosas que se oyen cuando a los niños les da por ser analógicos y, sin ninguna pantalla por medio, se dedican a arañar la tierra con una ramita para ver qué hay debajo del barro y las hojas muertas.

Cunqueiro, cuando andaba por la ciudad con sus artículos y sus libros orbitando alrededor de su cabeza, buscaba en el jardín de San Carlos la sombra errante de Lady Hester Stanhope, presunta novia o prometida de Moore. Contaba que la intrépida viajera británica se tropezó un día con un iraní ciego que se ganaba la vida vendiendo a los demás los sueños que a él le sobraban y que quizás Lady Stanhope le podría haber comprado el sueño de una mañana de sol en el jardín de San Carlos con Sir John.

En los balcones que dan al mar muchas parejas se dan el lote largo y tendido ante el asombro disimulado de los flemáticos viajeros ingleses, que piden un poco de respeto para el esqueleto de su general.

De pequeño yo cruzaba la ciudad para quemarme las pestañas entre las estanterías de la antigua biblioteca pública de San Carlos, donde un día pedí prestado un libro de Kafka quizás algo prematuramente para las normas de la casa.

-Niño, no pidas cosas raras, que eres muy nuevito.

-Vale, pues entonces deme Huckleberry Finn.

Ahora la biblioteca se ha mudado a Elviña -donde la batalla- y en el jardín resiste el Archivo del Reino de Galicia, que viene siendo casi cuanto queda del Antiguo Reino: un himno y un archivo.

San Carlos es un jardín con candado, un jardín con horario fijo, de nueve a nueve, para que la muchachada no le haga botellón encima de la chepa al difunto.

De vez en cuando viene Manuel Arenas con su batalla de Elviña transportable y pega cuatro cañonazos. En su tumba da un respingo sir John Moore y los estorninos, alborotados, llenan el cielo de garabatos.