«Estaba durmiendo y me eché a la calle así, con el pijama»

A CORUÑA

Los vecinos no tuvieron casi tiempo de reacción al ver María Pita humeando

25 feb 2009 . Actualizado a las 02:00 h.

La fiesta de carnaval se había prolongando hasta el amanecer para Pablo Arenaza y sus amigos. Disfrazado, llegaba a las ocho de la mañana a casa, cuando al entrar a la plaza de María Pita vio una intensa cortina de humo. Salía del bajo de su casa, el número 15. De inmediato se echó a correr al primer piso, su casa: «Al ver aquello subí a toda prisa para avisar a mi madre». La madre, Pilar González, bajó con lo puesto: «No me enteré de nada. Yo estaba durmiendo y me eché a la calle así, en pijama porque me llamaron», decía en uno de los bancos de la plaza de María Pita, mientras los bomberos intentaban controlar el incendio.

Eran las nueve de la mañana y, tanto Pilar como el resto de los vecinos desalojados temían por los destrozos. Pero sobre todo por lo que habría podido pasar de no recibir el aviso. «Estas casas son todas de madera, así que el fuego se podría haber extendido muy fácilmente». A su lado estaba el vecino del tercer piso, Rafael González, también en pijama, explicándoles por el teléfono móvil a sus conocidos qué es lo que había pasado. «Empezaron a tocarme en la puerta, diciéndome que saliese y así bajé», comentaba señalando su pijama.

Tanto Pilar como Rafael González residen en el número 15, pero las precauciones obligaron a desalojar los pisos contiguos. Con lo que afectó a unos 50 vecinos, como Pilar Otero Molina, del número 13. «Nos llamaban a los móviles y casi nos tiran la puerta abajo», explicaba en la terraza de la pizzería Cambalache, que por una mañana se convirtió en el campamento improvisado de los vecinos desalojados de los tres inmuebles.

Entre ellos, estaba su madre, Amelia Molina, de 95 años. «Fui corriendo a vestirla. Ella no sabía ni lo que pasaba, la bajaron los chicos de la Cruz Roja en una silla de ruedas. A mí me dio tiempo a cambiarme. Mi madre, la pobre, aún está en camisón», relató. Junto a ella, estaba otra vecina de avanzada edad, María González de 92 años. Las dos se resguardaban con las mantas térmicas que les proporcionaron los bomberos, hasta que, una vez confirmado que no podrían regresar a sus domicilios, sus familiares las recogieron en coche para trasladarlas a sus viviendas.

Medicinas y ordenadores

Al tener que abandonar sus casas súbitamente, los vecinos apenas tuvieron tiempo de coger lo imprescindible. Y a veces ni eso. Por ello, muchos daban indicaciones a los bomberos sobre el lugar en el que guardaban las medicinas. Así, por ejemplo, Jose Luis García se afanaba en ordenar la bolsa de medicamentos. Otros, pedían su ordenador portátil, presumiblemente por cuestiones de trabajo. En cuanto al jefe de bomberos, Carlos García Touriñán, explicó el estado de las viviendas y que tardarían un par de semanas en volver, las solicitudes se ampliaron. Y también la petición de que custodiasen las viviendas convenientemente. El dueño de la cafetería en la que se originó el incendio, visiblemente afectado y nervioso, no quiso hablar con los medios. Se deshizo en disculpas con sus vecinos e, incluso, se ofreció a costear su alojamiento en el caso de que no pudieran hacerlo en casas de familiares. Mientras se sucedían las explicaciones sobre lo que podría haber pasado -que si la campana extractora, que si un cortocircuito, que si la chimenea estaba sucia-, las reflexiones sobre el peligro de esas viviendas se hacían en voz alta.

La de Pilar Otero lo resumía todo: «Es muy peligroso, porque estas casas son estupendas y la plaza es maravillosa, pero aquí es todo de madera. Y esto arde todo en un suspiro».