«E este curiña saberá enterrar?»

Daniel Turnes Rey

VIMIANZO

BASILIO BELLO

EN PRIMERA PERSONA | «Cuando se le suma el amor, el tiempo se hace más largo y nos sentimos realizados. Es la forma de ser feliz en profundidad, no superficialmente». Escribe el sacerdote de Vimianzo, Daniel Turnes Rey

11 nov 2018 . Actualizado a las 08:32 h.

Estos primeros días del otoño, se prestan fácilmente a la reflexión pausada; a dejar pasar alguna de las pocas tardes libres que se tienen, dejando que se confundan con las noches; a derrochar, lo que aparentemente es tan abundante y que al fin, se revela tan escaso, el tiempo.

A poco que uno se detenga en esto, se asombra del paso inevitable, tan rápido, vertiginoso, de los días y de los años. La sensación es como si tuviéramos un hermoso libro en las manos y fuéramos leyendo, conscientes de que nunca podremos regresar a la página más amada.

San Juan Pablo II, decía en una ocasión: «Nuestros antepasados medían el tiempo con el reloj de arena. Hoy se usan relojes digitales y de cuarzo. Vuestra ventaja consiste en que podéis medir el tiempo con extrema precisión. Sin embargo, los relojes modernos no logran transmitir un mensaje que el reloj de arena, en cambio, lograba comunicar de una manera muy acertada: la arena pasa de la ampolla superior a la inferior. El paso de la arena se puede asemejar al destino del tiempo. El tiempo pasa, tiene fin. Transcurre y termina».

Parece que fue ayer… se va repitiendo esa expresión, con más frecuencia cuanto más avanzan los años. Los primeros momentos de la vida, cuando todo se estrena, no tienen ayer; son un hoy, que se nos antoja eterno. Y, sin embargo, ahí están esas páginas, que se pueden recordar, aunque no se puedan volver a abrir…

Parece que fue ayer… de mi primer entierro, de la Sra. Nieves, que viví con emoción, siendo sacerdote en Luaña -Brión­- y con veinticuatro años; enfrentándome por primera vez al misterio de la muerte para poder transmitir esperanza a aquella familia que llenaba la iglesia. Recuerdo como anécdota que, al llegar a la casa de la finada, una mujer de entre la gente pensó en alto y dijo: «Ai, Dios mío! E este curiña saberá enterrar?». Parece que fue ayer… de mi primer bautizo, a Javier, en San Juan de Piñeiro -Mugardos-, sintiendo la fuerza de la vida como un don, un regalo, un tiempo compartido, una oportunidad nueva… Yo estaba mucho más nervioso que los padres de la criatura. Parece que fue ayer… de mi primera homilía ante un gentío considerable, en la capilla de Lodairo en Mugardos, los nervios me jugaron una muy mala pasada, el párroco de aquella no volvió a llamarme para predicar. Parece que fue ayer… cuando D. Julián, nuestro arzobispo, me llamó y me encomendó las parroquias de Vimianzo, Calo y Cambeda. Parece que fue ayer… cuando este mismo periódico se hacía eco de mi nombramiento. Conservo el recorte de la noticia con la foto y echo de menos el pelo caído.

¿Qué es el tiempo? San Agustín decía: «Si nadie me lo pregunta, lo sé; si deseo explicarlo a quien me lo pregunta, ya no lo sé». Y, sin embargo, aunque nos cuesta trabajo definirlo, el tiempo es algo que cunde más, cuanto más se entrega; se estira si, en lugar de quedárnoslo para nuestros propios planes, lo donamos a los demás. El tiempo que se entrega se multiplica.

En muchas ocasiones, he reflexionado sobre este hecho, aparentemente contradictorio: si el tiempo se da, mi sensación es que aumenta, si se reserva para la propia felicidad, sin pensar en los demás, pasa tan rápidamente que apenas lo percibimos. Alguien me dirá que eso son impresiones subjetivas, y que el paso del tiempo es medible, cuantificable, un minuto son sesenta segundos tanto si lo empleamos para el bien como si lo usamos para el mal. Es verdad, pero no del todo, el tiempo es de cada uno, cada hombre lo percibe como propio y no puede cambiarlo, por más que quisiera, por el tiempo de los demás.

Esta reflexión me lleva a pensar que hay que añadir algo al factor tiempo, el amor. Cuando se le suma el amor, el tiempo se hace más largo, más denso, nos sentimos más realizados, que es la forma de ser felices con profundidad, no superficialmente.

Decía el entonces cardenal Ratzinger: «El hombre necesita la eternidad. Cualquier otra esperanza se queda demasiado corta». Y así es. Esta tarde de otoño, dejando que el tiempo pase, puedo entender que lo que necesita cada hombre es: «Vivir el tiempo con amor, para que Él que hizo el tiempo, llenándolo de amor infinito, lo convierta para nosotros en eternidad».