Los testimonios de los expatriados muestran toda la crudeza del desarraigo
18 mar 2016 . Actualizado a las 05:00 h.Si Martin Schulz o algunos de los prebostes que deciden sobre la moqueta europea sobre la vida y la muerte en los lodazales de Siria o de Turquía se pasasen ayer a la tarde por Vimianzo seguramente les temblase bastante más el pulso a la hora de firmar acuerdos que son condenas para millones de personas.
Tendrían la oportunidad de escuchar a la venezolana Dulce María Ruiz Ordóñez y como su abuelo se embarcó hacia las Américas en 1949. Podrían oír a Paula García Costa, periodista y profesora, relatar como le saltaban las lágrimas cuando le dieron en Londres sus primeras 20 libras por repartir 1.000 folletos de una inmobiliaria. Pero, sobre todo, seguramente se emocionaran, como le pasó a gran parte del auditorio pequeño de la Casa da Cultura, cuando empezó a hablar el vimiancés Ricardo Pérez Villar.
Se marchó rumbo a Suiza con 18 años y ya por el camino, en la estación de tren, se le rompió el bolso de cartón que llevaba con sus dos únicos pantalones. Sin información alguna, y después del traslado desde Zúrich, esperó desde las cinco de la mañana hasta las cinco de la tarde a que vinieran a recogerlo, «sin comer, ni beber, ni un céntimo en el bolsillo». Solo le acompañaba un cartel, con el que decía quien era, y que no paraba de levantar con la esperanza de que advirtiesen su presencia.
De allí lo llevaron a la cantina de una fábrica, donde empezó como ayudante de cocina pero al año siguiente ya trabajaba como fresador. «Ahí empezó la suerte mía», contó ayer Ricardo, al que se le volvería a torcer el destino cuando la policía fue a buscarlo para que regresase a cumplir con el servicio militar, algo que rechazaba con todas sus fuerzas.
Al volver a Suiza ya había perdido el permiso de residencia «por la mala información de la embajada» y tuvo que empezar de cero en la construcción. Se pasó a la carpintería y se labró durante 18 años un buen futuro como ebanista para él y para los suyos.
Se llevó a su mujer, pero a los tres meses la expulsaron del país, y el humilde carpintero empezó, otra vez, una de las muchas épocas de soledad que tuvo que atravesar. Eso sí, aprovechó el tiempo y, además de las nueve horas en el tajo, empezó a meterse en un sindicato. «De aquella toda la gente de aquí vivía en barracones. Yo iba recorriendo las puertas, con lo que me enseñaron en el sindicato, mirando las nóminas, si le descontaban de más por los impuestos,... Le arreglamos muchos problemas a los españoles», recuerda Ricardo, que solo se arrepiente de una cosa, que sus hijos (tres en tres años) nacieran en España y tuviesen que criarse con sus suegros. «Fue la mayor burrada que hice en mi vida y lo más amargo que me llevo de este mundo», aseguró el emigrante con verdaderos apuros para contener las lágrimas.
Pese a ello, logró pagarles un internado en Santiago y que hiciesen sus carreras, aunque eso le costase que su mujer se volviese a casa en esta etapa universitaria y él se quedase «otra vez solo».
Por todo eso y porque una vez de regreso de Suiza todavía le tocó volver a coger la maleta por España lanzó un mensaje que podría tranquilamente estar esculpido en la sede de la ONU: «Que se respete a cualquier persona, venga en patera o que como venga, y que se le de un bocado de pan».
A parte del baño de realidad de las humildes palabras de Ricardo, las jornada de ayer en el ERN4mob de Vimianzo, dio para ejemplos bastante más amables como el de Renate Berninger-Kold y su marido Ruper Kold que llegaron a Calo (Vimianzo) desde Berlín hace 30 años porque vieron en el periódico que se vendía «a muy bajo precio» una casa para restaurar en la Costa da Morte que no sabían «ni donde estaba». Construyeron aquí una vida, nació su hija y Ruper montó una carpintería, eso sí, después de año y medio de trámites que le demostraron que «no solo los alemanes son estrictos con la burocracia».
En definitiva, y al margen del resto de actos, como las intervenciones de la secretaria xeral de Emprego, Covadonga Toca, o de Covadonga López de la red EURES, el día de ayer en Vimianzo sirvió para ver que en todos sitios las dificultades para el de fuera son muchas pero que, pese a ellas, merece la pena salvarlas. Fue un canto a la ciudadanía europea y a la conciencia de lo que es un ser humano en el entorno global.