Carteras estrechas, huerto y «viudés»

PONTECESO

16 mar 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Apenas tres personas residen en la aldea de O Roncudo, en Corme, y Carmen Camino, de 91 años, es la más longeva.

«De cativa andaba con meus irmáns ao lombo», decía el pasado verano. Su vida adulta no fue menos esclava: «Os homes naquel entón andaban ao mar e quedabamos as mulleres para dar conta do lume cando cercaba as nosas casas». No fue una vida fácil. Sus manos, llenas de marcas, evidencian una vida de duro trabajo en el campo. En su profunda mirada uno bien podría perderse y contemplar el fluir de la historia. La historia de las mujeres del rural, las matriarcas, las verdaderas sostenedoras del bienestar familiar; pero en muchos casos también devotas al devenir personal y profesional de sus maridos, auto colocándose en un injusto segundo plano.

Las pensiones por el ramo agrario «non son moita cousa», dicen, pero tampoco lo son las de viudedad. Muchas mujeres gallegas, y muchas esposas del rural de la Costa da Morte, renunciaron a ser reconocidas como trabajadoras con todas las de la ley en favor de sus maridos. Era una costumbre muy extendida que la mujer no pagase su correspondiente cuota a la Seguridad Social, y que la única aportación realizada en el núcleo familiar fuese para los maridos. «Total, cando el morra xa quedará ela coa viudés».

No es mucho lo que les queda a las abueliñas, y eso que quien tiene casa y terreno va un paso por delante: ni que decir tiene las complicaciones que entraña pagar un alquiler y una larga lista de la compra todos los meses con apenas 600 euros al mes. Las abueliñas plantan y recolectan tal variedad de frutos que bien podrían surtir a toda una gran superficie; crían y matan pollos, hacen conservas, embutidos y guardan. Guardan mucho, y reparten otro tanto. Reparten para cuando sus hijos «baixan da Coruña» y se llevan su buen manojo de grelos. O para cuando los nietos, ávidos de plato caliente, vuelven de la universidad ávidos de un buen plato caliente. Y de una ayudita para los caprichos, todo sea dicho.

Todavía no ha nacido una abuela que sepa decir «no» a los cariños de un nieto. Ni que sepa negarle unos euros cuando él se los pida. No importa que se tenga que apretar más el cinturón -o el mandil, sea el caso-, lo importante es darlo todo, no escatimar. Darlo todo por los hijos, por los vecinos, por los nietos. Por los que ya están y también por los que vendrán. Son las abueliñas generosas, las que nos han criado y nos han dado la visión más amable del mundo cuando éramos niños (para disgustos ya está la madurez).

No necesitan demasiado para ser felices. Pero quizá lo serían un poco más si sus subsidios fuesen igual de generosos que ellas lo son.