Vengan de Madrid y de Muxía, sanos

César Casal González
césar casal CORAZONADAS

MUXÍA

Capotillo

16 jun 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

A Madrid la han llamado de todo. Fue paraíso en los ochenta, de Madrid al cielo, Madrid me mata, aunque, para algunos, por desgracia, el lema fue literal entonces, por el paraíso artificial de las drogas. A Madrid también la bautizaron como poblachón manchego, y ya Azorín se refería a ella en sus obras como llanura manchega. Azaña le puso lugarón manchego. Algo que nunca gustó al madrileño castizo de varias generaciones (bien escaso en una urbe de aluvión), al que se le conoce por gato. La voz Madrid tiene muchos padres, la mayoría relacionados con el agua. No con el Manzanares, de curso escaso, sino con los arroyos, pozos y pozas que aparecían en la capital aquí y allá desde la Sierra. Había tanta abundancia subterránea que se tardó en hacer el canal de Isabel II para traer agua sin desmayo desde los picos de Navacerrada y Guadarrama. Madrid tiene una cualidad que la hace inmensa. Es Villa y Corte que nos acoge a todos. Jamás pregunta. Nunca señala. La polémica que ha surgido con la presencia de los madrileños en Galicia es estéril y ataca a la hospitalidad que Madrid ha tenido con todos los que en algún momento llegamos a ella. No es de recibo pagarles con moneda de rechazo. En Galicia hemos acogido siempre con gusto a los madrileños, ahora solo queremos que vengan sanos, como si regresa uno de Muxía que anduvo al Gran Sol. Exactamente lo mismo que ellos exigirían de cualquier gallego que tenga que trasladarse a la Puerta del Sol. No hay xenofobia ni nada parecido. Hay la lógica precaución entre territorios que, ahora mismo, están en distintas fases de la pandemia que nos ha volteado a todos. Fases que, por culpa de los brotes y rebrotes, miren con pavor hacia Pekin, pueden volverse del revés en un suspiro. Madrid tiene en Galicia su casa, o su segunda casa, su postal verde y azul. Con el lógico cuidado que exige el surrealismo que vivimos con las bocas taponadas. Nos gustan los madrileños. Los localizamos en seguida. Son los que hablan en voz alta. Son los que señalan con infantil desparpajo a los mújeles que ven por el puerto al grito de «anda, mira, pescados, cómo nadan». Se lo digo yo que soy uno de los gallegos que ha enseñado a nadar a las robalizas. Los queremos, como nos han querido siempre. Eso sí, sanos los unos y los otros. La línea de sombra es la salud. Esta es su casa, donde se duerme en agosto tapado.