Cuando se disponga a despachar unos percebes como puños porque usted lo vale y las angustias del presente se digieren mejor con el estómago lleno, piense de dónde ha salido ese alimento que además de energía y felicidad genera autoestima y una sensación irrenunciable de que la tierra y el mar han sido generosos con este lugar del mundo.
El lunes, Francisco Lema Rodríguez, un experimentado mariscador de 59 años, casado y padre de dos hijos, moría en el mar de Laxe cuando arrancaba de las rocas un puñado de este tipo de crustáceo que se vuelve exquisito en océanos fríos y costas abruptas batidas por olas terribles. Francisco estuvo dos horas en un mar gélido desde que perdió pie hasta que fue localizado por el Helimer, ciento veinte minutos interminables sometido a unas temperaturas incompatibles con la vida. No hay muchos trabajos en el mundo occidental en los que el riesgo sea tan alto y el abismo esté tan próximo. Hay que ser de una pasta especial para enfundarse un ligero neopreno y enfrentarse al frío, la humedad, un suelo inestable, un viento hostigador y una mar dispuesta a cobrarse cara su cosecha. Desde tierra, al calor irrenunciable del bienestar, un percebeiro es un ser sobrenatural cuyas manos deberíamos evocar con devoción religiosa cada vez que rompemos la uña de un percebe para concedernos unos minutos de placer. Supongo que hay una impronta casi genética en una persona de 59 años que desafía de esta forma a la naturaleza y una comunidad tejida en dificultades que acompañan estos días a los vivos del muerto con una cierta resignación que encaja con una dignidad de sobriedad atlántica el goteo insoportable de muertes en las rochas de Galicia. Luego dicen que el pescado es caro.