«Cada día, al levantarme, recibía una paliza»

Mercedes Pazos Allo

LAXE

Ana García

EN PRIMERA PERSONA | «Sabía bien lo que se hacía, porque me daba los golpes de manera que no me quedasen marcas visibles». Escribe su testimonio Mercedes Pazos Allo

25 nov 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Hoy quiero gritar al mundo lo que por más de 30 años he callado, como la mayoría de mujeres que han tenido que vivir una situación semejante.

Vivimos, por desgracia, en un mundo machista en el que la mujer es limitada a según qué cosas. Si, por mucho que no lo quieran reconocer, así es la vida de una simple mujer.

Empezaré contando mi historia. Cuando conoces a una persona, y te enamoras, jamás piensas que recibirás golpes, en vez de caricias. Que las lágrimas y el dolor serán, el resto de tus días, los sustitutos de las sonrisas y la felicidad. Me casé enamorada, como cualquier otra, pero jamás imaginé que me convertiría en la víctima de un cobarde.

Corrían los 80, y jamás había oído hablar de la mujer maltratada. Me sonaba lejano, o quizá lo había visto en algún telefilm. Pero era una realidad, y por desgracia la viví a flor de piel.

Los primeros puñetazos

La primera paliza me la dio en casa de mi hermana, estábamos solos. No sé bien qué pasaba por su cabeza en ese momento, pero recuerdo que él quería mantener relaciones, y yo no. Lo que menos quería era que en ese momento entrase mi hermana y nos encontrase en ese «trance».

Me dio puñetazos con todas sus fuerzas, me rompió el labio y una costilla. Tenía la cara llena de moratones y sangraba a chorro por la nariz. Como era de esperar, me desmayé, y cuando recobré la conciencia, aún con la mente perdida, me miré al espejo. No me gustó lo que allí se reflejaba.

Por vergüenza, y para no dar más explicaciones de las necesarias, me fui con él a otra parte. Nos independizamos. No tardé un mes en darme cuenta de que estaba embarazada. Yo estaba desempleada, y él no tenía ganas de trabajar. Encontré un empleo de asistenta en A Coruña y alquilé una humilde habitación. Era lo que podía pagar, ya que el sueldo era escaso.

Todos los días, al levantarme, recibía como regalo una paliza. Ahora bien, sabía bien lo que se hacía, porque me daba los golpes de manera que no me quedasen marcas visibles. Me pegaba hasta que me sangraba la nariz. Entonces, me pedía perdón llorando. Lágrimas de cocodrilo. Yo, tonta, sumisa y enamorada, creía que iba a cambiar y que no volvería a suceder. Hasta el día siguiente.

Me preguntarán por qué no denuncié. Era una cría de 20 años que jugaba en el mundo de los adultos. No había la información de hoy en día, no sabía qué podía hacer en una situación así. Ahora lo pienso y creo que, de haber denunciado, se habrían reído de mí. Jamás conté a nadie por lo que estaba pasando, ni siquiera a mi familia. La vergüenza me dominaba, y callaba. Terrible error por mi parte, quizá alguien me hubiese orientado.

Él se pasaba las noches por las calles; yo, constantemente sola. Antes de ir a trabajar, una nueva paliza. Ya casi me había acostumbrado. Era la rutina del día a día.

Tuve a mi hijo prematuro, con apenas dos kilos de peso. A partir de ahí me mudé a case de mis padres. No podía tener a alguien así a mi lado, al lado de mi hijo. Entonces comencé a vivir solo para mi pequeño.

Nos visitó en un par de ocasiones, pero, como estaba en mi terreno y no podía hacerme daño ni seguir con sus desgraciados hábitos, desapareció. Ahí mi suerte.

Lobo disfrazado de cordero

Quise rehacer mi vida y conocí a otra persona. Fabulosa me pareció al principio, pero no tardé en ver que era un lobo disfrazado de cordero.

En esta ocasión no eran golpes físicos, sino un constante maltrato psicológico. No quería que ningún hombre me dirigiese la palabra, ni que me pusiera ropa corta, ni que me subiese al coche con un amigo o bajase a la playa con alguna compañera. Él se iba noches enteras -a veces incluso fines de semana completos- por los bares, sin pisar la casa para nada. Se gastaba lo suyo, y también lo mío, mientras yo trabajaba y me dedicaba a cuidar a los hijos. Cuando volvía, no conforme con las noches de juerga, aún me preguntaba qué había hecho, donde había estado, y con quién.

Teníamos un hijo en común, y por ello aguantaba sus malos humores, callaba y tapaba todas sus faltas. No quería que otro hijo mío volviese a crecer sin un padre.

Un día pensé en dejarle, pero logró convencerme de que cambiaría. Otro error más. Al poco tiempo volvió a las andadas, a hacerme sumisa de nuevo.

Aguanté hasta que mi hijo se hizo mayor, siempre pensando que había esperanza, pero lo único que hice fue ir añadiendo tiempo a una vida perdida.

Un día, sin más, dije adiós. Lo hice sin pensarlo demasiado, porque estoy segura de que si no, todavía estaría metida en ese pozo.

Así fue cómo empezó el primer día del resto de mis días.

Decidí, entonces, escribir un libro en el que plasmar mi vida: «El golpe de los cobardes». En un día tan señalado como hoy, aquí estoy, contando públicamente mi historia, sin miedo a los cobardes.

«¿Que por qué no denuncié? Era una cría de 20 años que jugaba en el mundo de los adultos»

DNI. Esperanza, la protagonista de «El golpe de los cobardes», tiene un poco de Mercedes, y de las calamidades que a esta autora (Laxe, 1961) le tocó vivir. Pero también se nutre de decenas de historias que otras mujeres sufrieron, y que por miedo, o por pura vergüenza, se callaron. «Hay muchas formas de sufrir violencia de género, no solo física», dice Mercedes.