Una reflexión ante la Galicia de los macroproyectos eólicos

Ana Filgueiras

FISTERRA

05 jun 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Una gigantesca sombra planea en el cielo de Galicia, cubriendo el territorio y amenazándolo. Las consecuencias pueden ser similares o peores a la construcción de los embalses. Porque en nuestra opinión, no hay que verlo únicamente como una nueva imagen para el paisaje gallego en el que se implanta un elemento nuevo que lo modifica, sino que lo que realmente se transformará es lo que está debajo: la estructura territorial. Aparte de la injerencia en el paisaje, con la llegada a un lugar del parque eólico nace una nueva estructura que se superpone, sin piedad, a la que fueron creando nuestros ancestros desde la Edad Media, arrasándola y creando pobreza territorial. Expulsando a la gente de sus tierras, de su hábitat.

Elementos que conforman nuestra identidad -y que nos distinguen de otras regiones- desaparecerán: las agras, los puentes y pasadizos, los caminos, corredoiras y congostras, los cómaros y muros, fuentes y lavaderos, el ciclo del agua, territorios sagrados y sacralizados, petroglifos sin catalogar, soutos y carballeiras, calzadas, los microtopónimos y el sentir y tradición secular de las gentes que habitan el rural. Queremos transmitir nuestra preocupación por la transgresión que supondría su implantación generalizada en el territorio, y pedimos una reflexión estratégica sobre el plan eólico gallego.

Simplicidad y esplendor. La metamorfosis vital

En una conferencia impartida en la universidad de Oxford en 1883, el artista, poeta, activista, artesano, editor y

arquitecto William Morris, proclamaba abiertamente al auditorio que Arte es también la disposición de los campos de cultivo y de pasto, la organización de las ciudades, y en definitiva, el entorno en el que vivimos que nos eleva o degrada. Esta lucidez intelectual y espiritual anunciaba libremente la decadencia de un tiempo y de un porvenir que ha desembocado en una metamorfosis vital a la que hemos llegado con el alma baldada y atónita sin saber bien como. Afirmaba también Morris que la tradición era la maravillosa y casi milagrosa acumulación de experiencias de todas las épocas, una conciencia del pasado que pienso que nos favorece y auxilia porque aporta experiencia y conocimiento.

Llegados a esta Era fugaz, consumista y tecnológica, lanzo una invitación a reposar la mirada sobre la tierra y

pensar, y sobre todo “sentir” los lugares que hemos recibido con esfuerzo y bienquerer en esta tierra galiciana

sabia y venerable, transcendiendo los milenios.

Porque lo que habitamos es más que un ecosistema, es un territorio dotado de vida propia, de alma y de memoria que debería ser insobornable. Sabemos y reconocemos que hemos heredado un paisaje sensorial inspirador que dinamiza la creatividad y perpetua la cultura. Dotado de genuinos nombres antiquísimos (topónimos, hidrónimos, talasonimia, etc.) que evocan la vida, la muerte, el esfuerzo, la belleza, lo sagrado, la historia, el misterio, en definitiva, la memoria acumulada, esa que nos asiste y dota de conciencia.

Y en este devenir que nos asola, proyectos y megaproyectos industriales de todo tipo, monocultivos y monodiscursos, así como la mayor parte de los proyectos energéticos, de las energías renovables que nos imponen, son profundamente desvitalizadores y condenan al desarraigo y al abandono, como ya sucedió con otros antes. Sin embargo, aunque aparecen de repente como una letanía verde y gentil que resuena salvadora en lo alto de una ermita, enseguida se muestran extrañas, ajenas y devoradoras,

desatendiendo el pálpito vital de las personas y de los lugares. Las infraestructuras que requieren para a su implantación descarnan el territorio de una forma irreverente e irreversible. Tal y como se acometen, no nos elevan en ningún sentido, más bien nos degradan porque las perjudicadas son precisamente las infraestructuras esenciales, las auténticas infraestructuras de la vida: las arquitecturas de los árboles, los caballos de agua de los ríos y arroyos, los ojos de las fuentes, la majestuosidad de las cascadas, la santa paz de los lagos, la voluptuosidad del mar, el laberinto de los caminos, la grandiosidad de las montañas, la danza del viento... y todo eso lo ha sabido apreciar con mayor o menor fortuna la humanidad que nos ha precedido,

construyendo un paisaje agrario venerable y respetable que ha sido transformado y sistematizado geométricamente como un objeto de producción y consumo, de uso y abuso, desatendiendo también su poder y significado sobrenatural.

Es esta una cualidad sutil, etérea y elevada que permite intuir lugares de salud y conocimiento, que permite anticipar y conmemorar fenómenos maravillosos, sabores y saberes ancestrales que se manifiestan cíclicamente en forma de ceremoniales, procesiones, festividades, etc. ligados a las personas y al territorio que habitan. Y permite conocer además los «lugares de los otros»; espíritus, mouras, apariciones, hadas, ánimas, seres encantados que fueron reducidos a folclore y entretenimiento fútil perdiendo así además de su esencia sabia y sagrada, sus lugares, privando al mundo de su comunicación y transmisión invisible y eficaz. Arte, experiencia y conocimiento que debe seguir transfigurando y creando nueva vida y cultura.

La metamorfosis verde exige re-conectarnos honestamente con la tierra, con el océano y la transmisión cultural. Reconciliarnos con lo esencial y ser capaces, inteligentes y honestos para compatibilizar un modo de vida que «tiene derecho a continuar» sabiendo complementarlo con las nuevas necesidades, aplicando el sentido práctico con conciencia y emoción.

Por eso es tiempo de rectificar y apelamos con urgencia a la comprensión y adhesión de quien como nosotros,

sabemos que aprecian y sienten estos lugares de salud, fraternidad y conocimiento. Apelamos al sentido común, a la memoria, a la honra, a la benevolencia, para que se detenga el expolio natural y cultural que nos asola y perdure una forma de vida moderna acorde con el futuro, respetuosa de verdad con la vida, la naturaleza y la cultura.

En 1954 el poeta escocés Sorley MacLean (Somhairle MacGill-Eain) escribía en gaélico: «no son estos los

árboles que amo, esperaré por el bosque de los abedules hasta que suba por el pedregal» recordando los bosques animados de Hallaig, reforestados de especies ajenas. El lugar de sus antepasados (McLean e McLeod) abandonado en 1854 por la emigración, en la isla de Raasay.

De la montaña a las islas, de santuario en santuario, siguiendo los caminos de flores silvestres medicinales,

alfombras primorosas realizadas con hinojo y espadaña, esta es la tierra que amamos, reconocemos, respetamos y defendemos. Pletórica de sonoridades y voces. Labrada en la piedra en laberintos, en encrucijadas, en dólmenes y círculos concéntricos, «círculos eternos» que decía Valle Inclán, ese otro peregrino del mundo dotado de gracia antigua e intuitiva, extasiado de gozo de su tierra. Desde Compostela, la «Rosa mística de piedra», la de la hospitalidad antigua y sagrada a la que se peregrinaba para alcanzar «visión» y «conocimiento». Visión de futuro, conocimiento pasado y presente reclamamos desde este Finisterre atlántico, un lugar para todos, libre de cualquier tipo de depredación. Un planeta y una tierra maternal y bienquerida que podemos gestionar y custodiar con «simplicidad y esplendor», tal y como concebía creativamente la vida William Morris, tal y como celebramos el solsticio de verano, con las cantigas y danzas del mayo florido, el «lumepan» y las buenas hierbas de San Juan.