Los prados del Fin del Mundo, un regalo que hipnotiza

FISTERRA

Las Andainas Coñece a Costa da Morte recorrieron ayer los acantilados de Fisterra

10 may 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Fisterra, no solo es el fin del mundo, es un escaparate de la naturaleza. Caminar por el borde de sus acantilados produce una mezcla de vértigo y admiración, propio de lugares con sello de universalidad. Ayer transcurrió por uno de sus tramos costeros una de las Andainas Coñece a Costa da Morte, que organizan nueve concellos de la zona.

La ruta por entre Os prados da Fin da Terra, como la titularon los promotores, comenzó en el extremo norte de la playa de O Rostro. Un inmenso arenal que los 275 senderistas recorrieron, algunos jugando con las olas, que en sus arremetidas incesantes acabaron por mojarle los pies a más de uno. En las proximidades de la Punta do Castelo, los grupos se hicieron fotografías, con el acantilado al fondo. Debajo de las aguas yacía silencioso el esqueleto del Casón, el buque panameño que en 1987 se incendió cerca de las costas fisterranas, murieron 23 tripulantes y provocó el más grande éxodo de la historia de la Costa da Morte. Miles de vecinos huyeron asustados por el posible peligro que aquella bañera cargada de productos químicos podía suponer para la salud colectiva.

Tan poca atención mereció, metros más adelante, el castro de Castromiñán. Sus dos murallas, su foso y su atalaya, así como sus tres fuentes, pasaron desapercibidas para muchos caminantes. Un ingenio urbanístico de civilizaciones ya perdidas que aprovecharon los prodigios paisajísticos para establecer su morada. Fisterra es así, un mar de secretos a la vista que engatusan el ánimo.

Es difícil apartar la vista de sus acantilados y de su mar, como si hubiesen sido diseñados para un lugar especial. «Que floración. Te viene la belleza a la cámara», comentaba una mujer serena sobre el manto vegetal que ha traído la primavera. La playa de Arnela bien merecía una mirada reposada, pero la marcha hacía imposible tanto lujo. En Vilar, un pollino recibe a un grupo de caminantes con un rebuzno prolongado. Junto a la vieja escuela, otro observa pausado a los intrusos que le hacen fotos. Desde este lugar se ve Touriñán, por un lado, y la Lobeira y la ría corcubionesa, por dentro. La subida del monte de Arnela hizo sudar a muchos. Desde la vaguada que lleva al Cabo da Nave, con el Barrón Pequeno a la izquierda, el paisaje se hace otra vez irrepetible. Al llegar arriba hay parada, esperada, para reponer fuerzas y agrupar efectivos. Tras el reposo, bajada hacia Fisterra. De nuevo, los acantilados hipnotizantes, con el cabo majestuoso al fondo, como un gran saurio dormido frente al inmenso Atlántico. No hay descanso para la vista. Ora las rocas, ora el océano lamiendo con su espuma la base de la muralla granítica. Lástima que la ruta terminase en Mar de Fóra.