El triste final de una de las descendientes de los Porrúa Guinferrer
02 nov 2024 . Actualizado a las 05:00 h.Recientemente, el Concello de Corcubión pretendió recuperar la cultura marinera del pueblo con el ciclo llamado, Contos do mar, historias de vida que la memoria de sus habitantes trajeron al presente. Y en este pueblo hay un sinfín de ellas.
Las décadas de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX fueron en España tiempos de posguerra, de tuberculosis y miseria. De mugre y búsqueda de gloria por parte de la dictadura franquista, para muchos, días terribles y anómalos, de secretos y heridas en la infancia. Ahora, aquellas dos décadas son solamente escenario de mundos perdidos, pero aún hay determinadas cosas u objetos que desatan los nudos de la memoria de algunos de nosotros.
Sabemos que la memoria, propia y ajena, se construye con lo que uno hace, pero también con lo que hicieron otros, con la de aquellos que estuvieron antes. Entre ellos, nuestros inmediatos antecesores. Y, también, al levantar la mirada del suelo, cuando reparamos en las pequeñas cosas que nos rodean, pues la memoria está siempre vinculada a los objetos, a los espacios y a los silencios... Y para ejercer esa memoria no hay como poseer o encontrar algún tipo de objeto doméstico, material o artístico, que te recuerde un acontecimiento, singular o no, con ellos relacionados, y no banalizarlo.
Indudablemente, a veces escribimos con lo que imaginamos; en otras, con lo que hemos leído, pero también con lo que hemos vivido. Y hoy escribiremos con esto último: con lo que hemos vivido; cosas que perduran poderosamente en la conciencia, ajustada a la mirada del niño que fuimos.
Con bastante asiduidad no recordamos lo que deseamos recordar, sino, como lo vio Freud, recordamos lo que nos asalta porque ha sido convocado por una palabra o por una simple imagen. El caso es que por su antigüedad y por su singularidad, cuando vivían mis padres les pedí unas piezas sueltas de una antigua y singular vajilla (de cerámicas Pigkman S.A. Sevilla. Cartuja), que ellos habían adquirido, entre otros efectos, en una subasta pública de bienes de una familia corcubionesa, de la que uno de sus miembros, una mujer relativamente joven, sufriera un problema mental en aquellos terribles años de la posguerra, tiempos llenos de enfermedades, alucinaciones, esquizofrenias, trastornos bipolares, pesadillas y obsesiones; enfermedades que arrastraban —y siguen arrastrando— graves estigmas sociales. Dramas, en fin, de gente corriente que a veces terminaban en el sanatorio psiquiátrico de Conxo, en Santiago de Compostela y allí se perdían para siempre.
Brote de locura
Ahora, cuando detengo la mirada en alguna de esas piezas de cerámica, por su antigüedad y estado hace tiempo decorativas, siempre viene a mi mente un determinado acontecimiento relacionado con ellas: que una de las hijas de la familia Porrúa Guinferrer, la antigua propietaria de la vajilla, en un brote de locura arrojó al mar desde la punta del muelle, un buen fajo de billetes; dinero de curso legal que fue llevado pronto por las olas de un mar rizado por la suave brisa mañanera, ante las atónitas miradas de los testigos que presenciaron el hecho. Unas insignificantes piezas de loza que son la excusa perfecta para que vuelva la memoria del niño que fui.
Prisionera de la enfermedad, al cabo del tiempo y llegado a un punto de no retorno, a aquella mujer ya no le fue posible volver atrás, y más tarde sus familiares, tutores o autoridades locales la internaron en una residencia, entendemos que religiosa, en Santiago. Y para financiar los gastos de su internamiento procedieron a la venta, en subasta pública, de los bienes, tanto muebles como inmuebles, de la familia; subasta a la que acudió mi progenitor en años de posguerra. Además de la casa en la que residía aquella familia, que actualmente llaman de la Portuguesa, ubicada en la plaza de Castelao, situada a la izquierda de la casa de los Miñones, calle en medio, se subastaron todos los muebles y enseres y mantuvieron alquilado otro inmueble, singular, en el que estaba instalada la escuela de orientación marítima, sito en la calle Peligros, el de la famosa balconada de piedra, con el fin de financiar en lo posible los gastos producidos por el ingreso y estancia de la mujer enferma.
Y, es que, Antonio Porrúa Andrade (Corcubión, 18 enero de 1865-26 de noviembre de 1949), el padre de estas dos mujeres, hijo él del naviero corcubionés Francisco Porrúa Rodríguez, un empresario marítimo que aparece en 1861 como el 28.º mayor contribuyente fiscal del municipio de Corcubión. Antonio fue sobrino del médico de igual nombre, Antonio Porrúa Rodríguez, distinguido con una calle con su nombre, precisamente una de las principales de la villa de San Marcos. Porrúa Andrade estuvo casado con Laureana Morvila Guinferrer Martínez y dejó dos hijas: Carmen y María, una, no sé cuál, la enferma en cuestión.
Ayudante de Marina
En el mes de marzo de 1900, Antonio Porrúa Andrade, piloto particular, había sido nombrado ayudante de Marina del distrito de Camariñas, en relevo del de igual clase, Lorenzo Galiana Linares. Y, posteriormente, también ejerció durante varios años el cargo de ayudante de Marina de Corcubión. Capitán de Corbeta, Caballero de la Gran Cruz y Placa de San Hermenegildo, en 1925 ya estaba retirado y residía en su pueblo natal, la villa de las Mercedes y en 1940, poco después de finalizar la contienda civil española, falleció su esposa Laureana Morvila.
Antonio, el padre, falleció a la edad de 84 años en Corcubión el 26 de noviembre de 1949, antes del suceso de su hija, y nada sabemos del recorrido posterior de las dos descendientes que le sobrevivieron, a excepción del incidente del dinero arrojado al mar por una de ellas, la que sufrió ciertos problemas mentales. En fin, que condensamos en estas breves líneas un puñado de vidas e intentamos tratarlas con el máximo respecto; unas microhistorias que no importan a muchos, pero, en todo caso, son dramas humanos que quizás pudieran no merecer ser contados. Pero, sí, son memoria de mi pueblo, de gente de Corcubión, en todo caso, historia con fin.