El ardor guerrero de un oriundo de Cee

luis lamela

CEE

ALCANTARA FOTOGRAFIA

El legionario Juan Fernández Costa luchó en Cuba y en Marruecos

12 jun 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

A raíz de que la pasada Semana Santa fue muy comentado en los medios de comunicación el desembarco en el puerto Málaga del Cristo de la Buena Muerte. Al aparecer las imágenes en televisión con cuatro ministros del anterior gobierno cantando El novio de la muerte, dicen las crónicas que, con «un cierto ardor guerrero», un antiguo cuplé que adoptó y adaptó la Legión, nos hizo asociar la escena a lo sucedido en 1936 con Millán Astray y el rector Miguel de Unamuno en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, recordándome a un personaje de la Costa da Morte, precisamente oriundo de la localidad de la Virxe da Xunqueira, que entregó toda su vida en la primera mitad del siglo XX a la Legión, y a luchar contra unos y otros.

Precisamente, sobre el citado individuo apareció en La Voz de Galicia del 9 de septiembre de 1909 una curiosa noticia titulada Un voluntario consecuente, una de esas muchas historias que nosotros ignoramos porque se pierden a través del tiempo.

Cuenta el periodista que un tal José -en realidad, se llamaba Juan- Fernández Costa, vecino de Cee, fue alistado en el ejército en 1899, pero resultó excedente de cupo. Y, al parecer, no quedó nada contento. Dos años más tarde, en 1901, y por amor a las armas sentó plaza como voluntario en la Armada en donde sirvió hasta 1905, observado en todo momento, tal y como rezaban unos documentos que le entregaron al despedirle, una excelente conducta. Sin embargo, el 4 de julio de aquel mismo año también le entregaron una licencia ilimitada, seguramente por exceso de efectivos en la Armada, obligándole a regresar a su pueblo sin que se acordasen de llamarle otra vez a filas.

Aburrido, decepcionado, frustrado y desilusionado, en 1906 Fernández Costa lio la manta a la cabeza y emigró para Cuba, con la aspiración de resolver allí su existencia. Pero, poco tiempo después se enteró del inicio de la campaña del Riff, en Marruecos y de inmediato sintió que España le necesitaba. Sin pensarlo dos ni tres veces, apresurándose, tratando de encontrar su sitio en el mundo, y quizás también su infierno cotidiano, regresó a la Península Ibérica para intentar repetir suerte. Presentado al coronel del regimiento de Isabel la Católica en A Coruña con sus papeles en regla, Juan Fernández Costa fue admitido otra vez como soldado, y con prisa para defender la patria se afilió como voluntario para pasar a operaciones, haciendo constar que prefería le enviasen pronto a uno de los regimientos destinados en el frente de batalla: quería la primera fila, colocarse en una situación de riesgo absoluto.

Campamento de Zeluán

Menos de dos meses más tarde, a finales de octubre Juan ya estaba en el campamento de Zeluán destinado en el batallón de Cazadores de Figueras, y desde allí dirigió una carta a La Voz de Galicia, un periódico que le calificó de bravo soldado que con su batallón «se ha cubierto de gloria luchando bizarramente en varios encuentros con los moros», asegurando que tenía «grandes cariños por una familia de Cee, a la que debe inolvidables atenciones.

Al saber en Melilla que ha muerto la esposa de su bienhechor sufrió inmensa pena, enfermó con el disgusto, y nos pide que signifiquemos su pésame a Don Adolfo Rey, viudo de la finada...», con los que al parecer Juan había tejido una red de afectos profundos y de agradecimientos.

Sin duda que todas las vidas, aunque sean minúsculas, tienen una historia, una intrahistoria. Y la mayoría están siempre encerradas en un viejo armario del trastero. Y por lo que vemos en la hemeroteca de La Voz de Galicia, que parece el viejo armario del trastero, Juan Fernández fue un hombre con al menos un vínculo personal con Cee, el vínculo del agradecimiento a una familia que debió ayudarle cuando más lo necesitaba.

Pero, pasaron los años y Juan logró sobrevivir en aquel mundo hostil, primero a las batallas del Riff, y después al desastre de Annual y a otros muchos enfrentamientos bélicos que durante esos años mantuvieron las tropas españolas en tierras marroquíes, con cabileños y bereberes, acostumbrándose siempre a vivir incómodas realidades en un paisaje en ruinas y con un manual de supervivencia en la mano.

También en la guerra civil, contra la legalidad republicana

Tenemos que esperar a diciembre de 1937 para conocer algo más de su vida guerrera. En estas fechas, en plena guerra civil española, Juan Fernández Costa, con más de 50 años, aparece integrado en el Segundo Tabor de Regulares de Larache, número 4, tercera compañía, pero en lugar de luchar contra los cabileños y bereberes del Magré marroquí, cruzó el estrecho de Gibraltar para luchar en tierras de España contra sus propios hermanos, precisamente contra el ejército y las milicias de la Segunda República, que defendían la legalidad constitucional.

Camino de regreso

Este fue su camino de regreso a la patria para ser testigo, o participante activo, que no lo sabemos, de las rapiñas y violaciones que las tropas regulares venidas de Marruecos practicaron con los/as vencidas.

No obstante toda esta actividad militar, aún tenía tiempo Juan Fernández Costa para, por medio de la Octava Región Militar, y con publicidad en La Voz de Galicia, solicitar una madrina de guerra. Supongo no para un examen de conciencia sino para volcar en el papel sus emociones y algunas cicatrices y no las peripecias negativas y sangrientas de su larga y, sin duda, macabra experiencia.

Cartas que después se convertirían en papeles viejos que terminaron, quizás, envolviendo pescado, en un ritual más de la larga batalla de la vida y una gota de esperanza para un hombre que seguía caminando porque, quizás también, no tenía en dónde caerse vivo, ni tampoco muerto.

¿Y, que fue del soldado Juan Fernández Costa? Pues nada. Nos quedamos sin saber si este africanista originario de Cee, chusquero de inicio, pudo alcanzar algún ascenso durante sus dilatados años de profesional de la guerra, imaginándomelo con la piel del rostro curtida por el sol marroquí y con profundas arrugas y arraigados códigos legionarios. Aquellos que se decían del «ardor guerrero».

Una aventura inacabada

En fin, toda una aventura inacabada, sin epitafio final que lo ensalce o lo homenajee, o lo recuerde simplemente, limitándonos a un conocimiento epidérmico después de anudar todos los cabos sueltos que localizamos de este soldado de Cee, africanista él, que se desvaneció lentamente de la memoria colectiva. Nada encontramos del resto de su camino, de otros eslabones que nos ayudasen a seguir su rastro o sus avatares... Tampoco sabemos si regresó al pueblo de sus raíces, al escenario físico y al paisaje social de su niñez y adolescencia, ni cómo fue este encuentro si lo hizo.

No obstante, resulta evidente que Juan Fernández Costa fue un hombre que vivió para la guerra, siempre con las armas en la mano y la disciplina militar como religión, enfrentándose a la muerte cara a cara de forma cotidiana. Y, matando. Porque, para eso se va a la guerra, y en la que, a veces, también se muere.

¿Dónde terminaría el soldado Juan Fernández Costa? ¿Se salvaría como el soldado Ryan?