El oficio artesano que endulza Carballo desde 1927 va ya por su tercera generación
07 feb 2016 . Actualizado a las 05:00 h.¿Se imaginan cuántas generaciones de niños han sido invitadas a endulzar su paladar con el chocolate totalmente artesano de Chocolates Mariño, la empresa familiar creada por José Mariño Pensado? Él y su esposa, Carmen Muñiz Pérez, llegaron a Carballo en el año 1925 y se establecieron en la rúa Sol, en el número 5. Tuvieron tres hijos: Clarisa (1927), Manolo (1930) y Severino (1935).
En esa calle montaron una industria de ceras que fue conocida en la comarca: a José, la tradición le venía de su padre, Eduardo Mariño, más conocido como O cereiro de Silván, en alusión a la parroquia coristanquesa. De este modo, y en busca de la materia prima, lo que hacía José Mariño era recorrer todas las casas donde tenían panales de abejas: retiraba la miel, se la entregaba a sus propietarios y, a cambio, estos le pagaban el trabajo dándole la cera que las abejas producían. Con ella, elaboraba velas que posteriormente distribuía en tiendas e iglesias de parroquias y concellos próximos.
Por aquel entonces, los medios de transporte eran muy pocos o nulos: así, para desplazarse él y para transportar la mercancía, le alquilaba un caballo a un vecino que residía en el barrio de A Lagoa: se llamaba José Barrán y lo apodaban O matachín, porque se dedicaba a la matanza de cerdos allí donde le reclamaban para tal menester. También a él el oficio le venía de tradición: su abuelo ya ejercía tal profesión.
No obstante, la historia cambió radicalmente un día de 1927. José se desplazó hasta A Laracha para suministrar mercancía a Remigio Astray Juncal, cuya esposa, Julia Astray López, tenía un negocio de ultramarinos. Allí se encontró con que Remigio estaba haciendo chocolate para su propio consumo. No era cosa de extrañar, en tanto que, en aquellos años, era difícil encontrar este producto en las tiendas: lo más normal era que las personas adineradas llamasen a un chocolatero. Había, como mucho, un par de ellos, y lo que hacían era desplazarse a las casas para elaborarlo: resultaba una labor pesada e incómoda, debido a las carencias del transporte y a lo engorroso de trasladar el material necesario. Llevaban consigo una piedra bastante pesada en forma de lavadero y, allí, mezclaban la masa, compuesta de cacao, harina y azúcar, estirándola después con un rodillo que también era de piedra.
Fue precisamente en aquel día, y en aquel momento, cuando Remigio Astray convenció a José Mariño para que aumentase su negocio de velas creando una fábrica de chocolates. Le comentó, asimismo, que debía pedir una máquina -entonces eran manuales- para poder mezclar los ingredientes sin que el trabajo resultase tan pesado y fuese, al mismo tiempo, más rápido. Así podría obtener una producción mayor y suministrar a las tiendas los pedidos que recibiese en un tiempo más breve. José Mariño no lo dudó mucho. Además, justamente la electricidad acababa de llegar a muchos pueblos, con lo que la venta de velas había descendido bastante.
Pidió su máquina mezcladora y, a partir de ahí, comenzó su andadura en la fabricación de chocolate. A este le dio, como nombre, su apellido: nacía así Chocolates Mariño. Gracias a la calidad del producto, obtuvo un gran éxito y experimentó una rápida expansión, no solo en la comarca sino en toda Galicia. Todo ello, además, sin olvidarse de la fabricación de velas.
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Hoy en día, el negocio lo regenta su hijo Severino y la esposa de este, Teresa. A mayores, y a parte de sus hijas, Carmen y María, trabajan en él otros tres empleados. A pesar de tener actualmente más maquinaria, la elaboración sigue siendo artesana: desde el tueste del grano del cacao; molerlo (como el azúcar); limpiarlo, separándole la cascarilla; amasarlo; pesarlo; marcar las pastillas en la tableta; y empaquetarlo. Todo ello se continúa haciendo manualmente, y de forma totalmente natural, al igual que hace noventa años. Resulta así un chocolate que es una delicatessen.
Tras nueve decenios, la industria sigue conservando su espíritu familiar, no solo dentro de su hogar, sino con todos los vecinos de Carballo y con sus distintas generaciones. Se puede decir que en todas ellas no existe ni un solo niño que, si se acercó a la calle Valle Inclán -antes José Antonio-, esquina con Cervantes, no fuese obsequiado con su pastilla de chocolate. Incluso los que hoy somos tercera edad vivimos momentos muy agradables cuando nos regalaban aquellas pastillas del mejor chocolate del mundo. A través del paladar, aquellos eran unos instantes especialmente dulces. Gracias, Familia Mariño.
Edición del texto: Patricia Blanco